Así a bote pronto se me ocurren media docena de películas de Sydney Pollack que vería ahora mismo sin vacilar, aunque casi las tengo memorizadas. Y otras tantas que revisaría con la seguridad de que encontraría cosas en ellas que se me pasaron en anteriores visitas. De las que no me gustan, incluida la celebrada Memorias de África o algunos títulos honestos pero fallidos de la primera y última etapa, no es el momento de acordarse. El renombre le llegó con sus obras más aparatosas o rompetaquillas, pero su talento más audaz, su capacidad para tocar géneros con una mirada distinta, no exenta a veces de juvenil atropellamiento, hay que buscarlo en sus películas primerizas. Siendo un director aún imberbe se atrevió a rodar una espléndida adaptación del temible Tennessee Williams, Propiedad condenada, un melodrama intenso como pocos. Su aproximación al cine bélico hizo posible una rareza inclasificable, La fortaleza, enfermiza y muy literaria excursión a los infiernos del ser humano con un Burt Lancaster genial como líder de un grupo salvaje. Las aventuras de Jeremiah Johnson, un filme casi mudo, que medio ocultaba a Robert Redford tras una barba de muchos días, es un título de culto, y con motivos para serlo. ¿Y no es Yakuza uno de los mejores y más emotivos thrillers de todos los tiempos, con ese Robert Mitchum inconmensurable en el avispero japonés? Los tres días del cóndor sigue siendo una de las conspiraciones mejor filmadas, con ese desolador y pesimista final que deja el alma en los pies. Y si hubiera que poner un fajín de obra maestra a alguna película de Pollack, yo apostaría por Habana, masacrada en su momentos por sus similitudes con Casablanca. Nunca estuvo mejor Redford como galán perdedor y romántico, y nunca se involucró tanto Pollack con una gran historia de amor que superaba a la ampulosa Tal como éramos o Caprichos del destino, lastrada por una trama policiaca innecesaria. Sus peores películas eran, como mínimo, mejores que el 50 por ciento de los estrenos del año, y en todas hay al menos una escena para quitarse el sombrero. Un gran director, un productor generoso y sagaz, y un actor secundario de primera categoría. Me temo que Hollywood ya no es un lugar acogedor para tipos así.