A partir de hoy, el campo de batalla cinéfilo se divide entre los admiradores entusiastas (fundamentalistas en casos extremos) de Origen (obra maestra para ellos, habrá un antes y un después) y los detractores (un bluff, película hinchada y vacía cual globo). Y, ajenos tanto a los forofos como a los enemigos, los neutrales: los que apreciamos e incluso podemos admirar el empeño descomunal de Nolan por ofrecer cine devorataquillas con unos planteamientos argumentales osados, pero a los que el resultado nos deja mayormente indiferentes. Y convencidos de que el cine seguirá igual después de Origen: boqueando como un pez fuera del agua porque está muy, muy malito.

Si Nolan se hubiera presentado con este guión en la oficina de un productor antes de los Batman, lo más probable es que le hubieran enseñado a qué huele el patio de atrás de un puntapié. Pero curó las heridas del superhéroe con dos peliculones (sobremanera el segundo, aunque también tiene enemigos que la odian) y le dieron un cheque en blanco para convertir una idea ideal para una serie B marchosa con vocación de culto en un mastodonte donde meter dinero a sacadas. Y ahí es donde el tinglado empieza a crujir.

Con el juguete eléctrico más grande del mundo entre las manos, que diría Orson Welles, uno de los muchos homenajeados vía Ciudadano Kane (y uno de los mejores momentos, dicho sea de paso, el más conmovedor), Nolan se ha desbocado. Una duración a todas luces excesiva para engordar la ambición del proyecto (con media hora menos perdería muchos de sus lastres) y un puñado de escenas de acción invasoras e innecesarias hacen chirriar el gigantesco convoy cargado de propuestas, niveles y subniveles, sueños y sueños dentro de sueños.

Tal vez para que los productores no se asustaran, Nolan mete con calzador algunos pasajes de tiroteos y persecuciones que sólo sirven para distraer de los verdaderos intereses del cineasta, especialmente la batallita en la nieve que, además de estar rodada sin brío, parece un descarte de algún añejo James Bond. El exceso de explicaciones con las que intentar hacer creíble lo improbable hace que la historia tarde muchísimo en arrancar, atascada por una verborrea que el buen cine fantástico se ahorra siempre. Tanta charlatanería didáctica consigue únicamente lo contrario: extender la confusión y, en lugar de profundizar en la psicología de los personajes, convertirlos en bustos parlantes. Y la pantalla se esponja cuando el director se deja de tanto blablablá y forja imágenes tan poderosas e inquietantes, de belleza brutal, como las del primer paseo en sueños de DiCaprio con Ellen Page.

Los devotos de Nolan afirman que Origen reinventa el cine. Bueno, bueno, bueno. Más bien lo recrea. Su película se nutre de la savia muy sabia de Welles, de Resnais, de Kubrick (2001 al frente, con ese pasillo de gravedad cero), del manga, de Tarkovski, del Manantial de King Vidor, de Lang... (y de Pesadilla en Elm Street, Dark city y Matrix, vaya). Y también de pintores y arquitectos, del cómic y de los videojuegos. Incluso de la publicidad (la escena en la que la calle revienta con DiCaprio y Page sentados en una cafetería, ¿recuerdan cierto spot de...?) La batidora Nolan acepta todo para su papilla personal con la que seguir alimentando su obsesión por los engaños, las farsas: la magia. Cuando el mago Nolan se empeña en contarnos su truco, aburre. Cuando nos engaña, fascina. Y en Origen, sostenida por un buen reparto (el gato se lo lleva al agua de nuevo Cillian Murphy, tan brillante en Batman begins), hay momentos que se sirven de la tecnología digital para construir imágenes de belleza sobrecogedora. Y otros, como ese fugaz instante en el que un esforzado DiCaprio queda atrapado entre dos paredes o los diálogos desesperados y aterradores con su esposa, recuerdan al director que, sin tanta pasta que gastar, era capaz de perturbar con poquita cosa. Claro que entonces no estaba subido a ningún altar.