Apenas un suspiro después de que se nos congelara la sonrisa con la muerte de Luis García Berlanga, otro genio de la risa mojada en lágrimas de celuloide saltó por la ventana del hospital romano donde recibía tratamiento contra su cáncer de próstata. Se llamaba Mario Monicelli, tenía 95 años y su talento de comunista sarcástico y punzante había entregado al Séptimo Arte obras maestras como «La gran guerra», «Los camaradas», «La armada Brancaleone» o «Rufufú». Su punto final (heredado de su padre, un periodista que también huyó de la vida) se engarza con muchos de los desenlaces de sus películas: tras arrancarnos la sonrisa, la helaba con un trallazo amargo.

Como Berlanga, Monicelli observaba el mundo tras unos cristales ahumados de humor cítrico, crítico hasta la última gota. La sociedad italiana era exprimida con suaves maneras de comedia para dejarla desnuda ante el mundo, despojada de artificios y esquiva a la hora de exhibir sentimentalismos edulcorados. Su cine nunca fue blando, nunca hizo trampa, jamás claudicó como hicieron colegas como Dino Risi o Comencini. Tuvo una armada de actores irrepetibles, genios embotellados en las imágenes directas y plenas de un director que renunciaba de plano al esteticismo vacuo o pomposo. Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Nino Manfredi y Ugo Tognazzi fueron gigantes de la interpretación que agrandaban aún más los espacios por los que Monicelli se movía como tiburón en el agua: películas con un movimiento interior constante, inagotables despliegues de ritmo y gracia que narraban las historias más duras sin perder nunca de vista la comprensión del ser humano incluso en su bajeza. Cobardes que se convierten en héroes, ladrones que roban el vacío, guerreros en busca de nada, trabajadores en la cuerda floja con relaciones tirantes que contaminan y revientan la revolución.

A diferencia de lo que sucede con otros cineastas de su generación, la obra magna de Monicelli (e incluso sus títulos menores, más de salir del paso o de aprendizaje y experimentación) conserva una frescura y una vigencia que, de ser creyente su autor, bien podrían calificarse de milagrosas. Una película como «Los camaradas» explica mejor que mil ensayos los entresijos de una huelga, los conflictos con la patronal, las rivalidades internas, el runrún que se mueve en las entrañas de un movimiento obrero llevado al límite. «La gran guerra» es la disección perfecta y aparentemente amable de un conflicto bélico, traza la delgada línea coja del heroísmo y el valor, de la cobardía y el coraje, para concluir con un golpe bajo que deja mal cuerpo y se injerta en la memoria para siempre. A diferencia de Stanley Kubrick o Joseph Losey en las admirables y ceñudas «Senderos de gloria»y «Rey y patria», Monicelli mueve los hilos de la comedia hasta que los corta de raíz.

Algo parecido a lo que intentó (y fracasó) Berlanga con «La vaquilla». Tras sus primeros planos al servicio de Totó, Monicelli pasó a ser inventor de la comedia italiana con «Rufufú» (título español que remendaba «Rififí», un gran éxito... en serio) y, bajando de cuando en cuando el listón con sátiras políticas más o menos furibundas, irrumpía con joyas como «La armada Brancaleone» (que los Monty Python seguro que memorizaron) o ese asombroso, cruel, desgarrador viaje a los infiernos por el empedrado de la masonería que es «Un burgués pequeño, muy pequeño», la última obra maestra de un artista grande, muy grande, que ha salido de la vida abriendo un agujero en la pared. Roma, otoño triste de 2010.