Sherlock Holmes, al igual que la recién terminada serie de Juego de Tronos, fue un fenómeno de masas. Y Conan Doyle, al igual que Benioff y Weiss (los showrunners de la serie), se vio superado por la popularidad de su proyecto. Doyle se sentía atrapado por un producto que le apartaba de la novela histórica, lo que él (y prácticamente solo él) consideraba la parte noble de su producción literaria. Para terminar con el bendito problema de tener éxito, Doyle decidió matar al personaje de Sherlock en El problema final. Para poder, así, volver a escribir libros como Rodney Stone o Uncle Bernac, dos novelas que, por otra parte, no ha leído nadie nunca. Pues cuentan que, tras la muerte del detective, era tal la indignación de los lectores y el volumen de cartas que recibía el escritor (esos tweets que tardaban en llegar) que, al final, el bueno de Sir Arthur no tuvo otra que resucitar a Sherlock con una precuela, El sabueso de los Baskerville, lo que hoy llamaríamos un spin off. Miles de personas, presas de algo parecido al vacío existencial por el fin de su ficción favorita, consiguieron cambiar la relación entre creador y contenido. Lo que está pasando ahora con Juego de Tronos es algo similar.

"Rehagan la temporada 8 de Juego de Tronos con guionistas competentes" se titula la petición que arrasa, con más de un millón de firmas, en ese caladero de todas las causas perdidas o absurdas que es Change.org. Pero ¿qué hay detrás de eso? ¿Una queja, digamos, "fundamentada" debido a la decreciente calidad de la serie, indignación por el "maltrato" de nuestro personaje favorito o una pataleta como la de los londinenses de principios del S. XX porque, sencillamente, no estamos preparados para el final?

Es indudable que, al igual que Conan Doyle, la dupla formada por Benioff y Weiss, nos ha regalado un producto histórico. Ocho temporadas de un fenómeno de una magnitud y una complejidad de la que todavía no somos conscientes (solo que haya más de un millón de personas enfadadas por tu serie ya debe ser un logro). Pero también es cierto que este dúo, emulando a Doyle, se ha deshecho de la serie un poco de la misma manera en la que Sherlock caía por esa catarata abrazado a su archienemigo Moriarty. Muy rápido y cuesta abajo. Tras perder el apoyo del genio que R.R. Martin esconde bajo la barba, la serie fue pisando el acelerador y pasó de cerrar cada subtrama de manera perfecta a, simplemente, contarnos cosas (cada cual más inesperada o incluso inverosímil) a un ritmo frenético.

¿Esas ganas de terminar la serie con dos temporadas de seis episodios fueron, quizás, debido al jugoso contrato que Star Wars y Disney les tenían preparado a la vuelta de la esquina? Seguramente.

¿Algunos de esos flagrantes agujeros de guion como, por ejemplo, todo lo concerniente al Rey de la Noche son para darle cancha al spin off sobre el origen de los Caminantes ya se está rodando? Evidentemente.

¿Merece todo esto nuestra ira e indignación? Ni de lejos. Principalmente porque las series, como las películas y los libros, siempre tienen un final. Y, en este caso, ni siquiera ha muerto Sherlock Holmes, Poniente sigue vivo. Y ya verán como dentro de otros diez años, cuando estemos colectivamente indignados por cualquier otra serie, puede incluso que por el spin off de Juego de Tronos de turno (¿Arya descubriendo América?) seguro que miraremos atrás. Y no nos acordaremos de que Sam casi inventa la democracia, ni siquiera de quien ha acabado sentado en el trono, sino de los grandes momentos que nos han regalado estas ocho temporadas. Entonces, lo que haremos serán agudísimas críticas comparando, con nostalgia, cualquier cosa con la Boda Roja o La Batalla de los Bastardos ¿Creen que no? Apuesten. Y paguen sus deudas.