Salinas, Daniel BLANCO

Félix Cueto fue el primero en practicar surf en España. Lo hizo en 1962 en la playa de Salinas, después de comprarse un disco de los «Beach Boys» en cuya portada aparecía un chico surcando una ola sobre una tabla de madera. Él, según cuenta su amigo y compañero en el mar Luis Radamés, era «un visionario, una persona inquieta y adelantada a su tiempo que escuchaba música que nadie conocía y a quien apasionaban el cine y la literatura». Cueto, ya desaparecido, y Radamés fueron grandes amigos, casi familia, porque un hermano de Luis se casó con una hermana de Félix.

Cuando cayó en sus manos ese disco, decidió construir su propia tabla y emular a los jóvenes de las costas californianas que se deslizaban erguidos sobre las olas. «Construyó un armazón de madera siguiendo los consejos de un carpintero, la recubrió con láminas del mismo material para darle la forma redondeada y la impermeabilizó con gran cantidad de pintura de barcos. Contaba que pesaba tanto que tenían que llevarla entre dos, y cuando llegaban a la arena estaban agotados», explica Radamés. La tabla de Félix fue la primera que se vio en Salinas -y durante algún tiempo la única-, que compartía con algunos amigos que querían unirse a aquella disparatada idea del carismático ovetense. Félix Cueto, cuatro de sus 16 hermanos: Gonzalo, Santi, Javier y Luis; su inseparable amigo Amador Rodríguez, Ángel Suárez y Carlos «El Escayolista», formaban el selecto grupo que comenzó a practicar surf en los años sesenta en la playa de Salinas. Ellos fueron los pioneros que arrastraron a otros como Luis Radamés, que empezó a coger olas en 1974 fascinado por los hermanos Cueto y compañía y que pertenece a una segunda generación de surfistas. «En los años setenta hacer surf seguía siendo una aventura. No existía prácticamente material, así que conseguirlo era todo un reto y, cuando lo tenías, era una maravilla», asegura Radamés, que cuenta lo difícil que era hacerse con una tabla, ya que las pocas que había las traían de Francia o los Estados Unidos y habían pasado por muchas manos. Tampoco existían los inventos, lo que ata la tabla al surfista y hace que no se le escape hasta la orilla arrastrada por una ola. «Los fabricábamos con pulpos de portaequipaje. Les quitábamos los ganchos y amarrábamos un extremo al cuerpo y otro a la tabla», recuerda Radamés. Tampoco existía la parafina, que se extiende sobre la tabla como antideslizante, pero un velón de iglesia cumplía la misma función. Para combatir el frío del agua del invierno, una simple camiseta y un bañador.

Estos aventureros aprendieron a surfear de forma intuitiva, sin más lección que la experiencia y el ejemplo de sus amigos con los que compartían sesiones. «No había escuelas, ni revistas en las que fijarse. Ibas haciendo lo que te pedía el cuerpo y así aprendimos», dice este amante de la mar, maduro y con muchas tardes de surf a sus espaldas, que reconoce haber estado más de un mes «peleándose con las espumas -olas ya rotas-, antes de conseguir ponerse de pie sobre la tabla. «Lo que sientes al bajar por primera vez la pared de una ola es lo que decide si te enganchas a este deporte o no», sentencia. Y tanto que lo enganchó. Después de los inicios llegó la revolución del surf a finales de los años setenta. Las tablas empezaron a ser más pequeñas y con dos o tres quillas en vez de una. Eran más manejables y se conseguían más movimiento y maniobras más extremas. «Mi primera tabla nueva era de este tipo, una Santa Marina, que fabricaban unos chicos en una cabaña cerca de la playa en Pedreña, un pueblo de Santander. Los llamaban los "hippies" de la playa». Con el paso del tiempo el surf se fue extendiendo más y a su alrededor apareció toda una industria: marcas de tablas, trajes de neopreno, revistas, ropa, escuelas, campeonatos? etcétera. Radamés ha seguido surfeando toda su vida y conoce la evolución de este deporte, que también ha conllevado aspectos negativos como la aparición de los localismos. «La actitud de creerse propietario de una playa o de una ola por parte de la gente que surfea habitualmente en ella es en parte consecuencia de la masificación, pero queda muy lejos de lo que representa el espíritu del surf y de cómo lo vivíamos antes», reflexiona.

«Siempre era una alegría que viniese alguien a la playa en la que surfeabas. Solías pasar el día con ellos e incluso les ofrecías alojamiento», apunta Radamés, que no se considera un nostálgico y piensa que la evolución y el avance ha sido en general muy beneficioso para los aficionados. «Las tablas son más ligeras, hay neoprenos que permiten entrar al agua en invierno, puedes aprender en una escuela y desplazarte a playas lejos de tu casa donde conoces a gente que surfea de otra manera y con la que aprendes cosas nuevas. Definitivamente, pienso que el cambio ha sido para mejor», concluye.

Hoy, la playa de Salinas reúne a decenas de surfistas cada día, que vienen a disfrutar de las buenas condiciones que ofrece este enclave. Hace medio siglo, en este mismo lugar, se encendió la llama de este deporte en España, gracias a un hombre que soñaba con cabalgar sobre las olas.