Javier Rodríguez Gallinar, de 51 años, fue el último niño que nació en San Juan de Beleño, como él recuerda. Y añade: "A partir de mí, fueron todos a nacer a Oviedo". Enamorado de su tierra, es empleado de mantenimiento del Ayuntamiento de Ponga y carpintero y artesano ebanista. "Siempre me gustó la madera. Unos años cogí una excedencia y me dediqué de pleno a la carpintería. Ahora sigo haciendo alguna cosa, pero no como antes", recuerda él, quien reconoce que los árboles y la madera, junto con la etnografía, también son su pasión. "Llevo muchos años coleccionando utillaje del campo y de herramientas para trabajar la madera. Debo de tener unas 4.000 fácilmente. Tengo miles de postales de personas trabajando la madera de todos los países del mundo; también calendarios de bolsillo de tema forestal, árboles o carpintería; sellos de todo el mundo; mecheros y cajas de cerillas, llaveros, cupones de la ONCE o la lotería. En fin, cosas muy curiosas, hasta una xiloteca con unas 600 especies de madera diferentes, con sus nombres escritos en latín, castellano y asturiano", desvela.

Arriba, Javier Gallinar, ante uno de los miradores de Les Bedules. En el medio, a pie del Roblón de Bustiellos. Debajo, ante el panel informativo de la senda Granceno-Tolivia, de dificultad elevada. Ana Paz Paredes

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Es perfectamente comprensible que el rey del bosque en la mitología asturiana, el Busgosu, eligiese el de Peloño para convertirlo en su reino. Recorrer sus 10 kilómetros desde su inicio en Les Bedules hasta llegar a la zona donde se levantan las trincheras (collada de Guaranga) es una experiencia que no se olvida si se es amante de la naturaleza en su estado más puro. Javier Rodríguez Gallinar, natural de San Juan de Beleño, lo conoce a fondo, al igual que el resto de su concejo. "Si se quiere ir más allá y pasar de la portilla de entrada hacia el puerto de Arcenorio, habrá unos 13 kilómetros en total hasta el puerto en sí", señala antes de recordar que hasta Les Bedules se puede llegar en coche y que hay que dejarlo allí para realizar la ruta: bien caminando, bien en bicicleta.

Allí mismo hay una pasarela de madera que conduce a dos miradores excepcionales. "A la izquierda, puedes ver todo el valle de Ponga y picos como Recuenco, Maciédome o Tiatordos, así como la Foz de la Escalada o pueblos como Abiego o Taranes, por citar algunos. En el mirador de la derecha sigues viendo Ponga y, al fondo, Amieva y parte de los Picos de Europa, como, por ejemplo, la torre de Santa María de Enol, Peñasanta de Castilla, Peña Salón o el Cantu Cabroneru", explica Rodríguez Gallinar.

El sendero por este inmenso hayedo - el haya es el árbol que reina y predomina en el lugar- no tiene pérdida si no se opta por salirse del mismo en algún desvío sin indicación u otros con información de otras rutas. También protagonizan el recorrido otras especies arbóreas como los robles y los acebos. Iniciada la ruta, se va disfrutando de la sombra de los árboles, el colorido de la vegetación y de la espectacularidad del entorno, donde manda la montaña.

En poco tiempo se llega a la collada de Granceno, con unas vistas preciosas del entorno. "Aquí está señalizada una ruta, la senda Granceno-Tolivia, que, como se indica en el panel, es de dificultad elevada. Tolivia estuvo deshabitado muchos años y desde hace poco viven allí dos personas", cuenta Gallinar antes de seguir bosque adelante, disfrutando del frescor de la sombra de los árboles y de una luz cambiante que va iluminando un bosque donde brillan, al sol y como nunca, los acebos.

A los seis kilómetros del inicio de la ruta, un pequeño mojón de madera señala, a la izquierda, que por allí se va hasta el Roblón de Bustiellos, un impresionante carbayo, gigantesco y en altura, de edad incalculable. "Tiene un fuste muy importante y un perímetro enorme", dice con admiración Javier. Y no es de extrañar, porque es un ejemplar majestuoso. Se ven también en la zona restos de cabañas de pastores.

Se vuelve al sendero inicial para seguir adelante disfrutando de un bosque de haya verde que, en algunos tramos, sigue abriéndose a la montaña y a zona de pastos salpicados, aquí y allá, de alguna cabaña. Así, entre los restos de algunas construcciones, en esta zona están los de la casa de La Palanca, como explica el propio Rodríguez Gallinar. "Se dice que aquí venían a cazar los infantes de España. Esto era una especie de hospedería bastante antigua. De aquella, ya había aquí teléfono, que no lo había en Beleño. Después de un incendio hace 40 años tras una cacería, lo que queda está muy deteriorado. Cada vez va a menos y nadie tiene interés en reconstruirla", lamenta.

Aunque apriete el calor, el bosque húmedo y refrescante ayuda a recorrerlo con ganas. En ocasiones sorprende el silencio que reina alrededor, solo roto por el canto de los pájaros o los pasos de otros senderistas que regresan al punto de partida. A la altura de Les Peruyales, donde se encuentra el indicador que pone "Trincheras 1937", es cuando la pista se empina y, aunque no lo parezca por la anchura del camino, el ascenso de unos dos kilómetros hasta la collada Guaranga, a unos 1.300 metros de altitud y en cuya zona están las trincheras de la Guerra Civil, se hace notar en las piernas, pero se llega sin problemas. Tras abrir la portilla de hierro, se ven a la izquierda las trincheras con las casamatas. "Nosotros los llamamos los parapetos", matiza Javier, quien recuerda que desde allí hasta Rañadoiro aún quedan unos tres kilómetros. "Pero nosotros la acabamos aquí, ahora toca regresar", sentencia.