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El Trumpantojo

El Trumpantojo

En un lugar perdido de las Provincias Vascongadas Gorka Arruzavestia recibe en la puerta a sus clientes mientras le cubre la calva una peluca cardada de rabioso pelo amarillo. "Aquí casi nada es lo que parece", anuncia, y dice que es el lema de la casa. Pero es sin embargo muy creíble cuando muestra su impresionante edificio de arquitectura ecológica en pleno bosque.

En el gran vestíbulo en el que enseñorean los troncos de árboles monumentales no parece haber tampoco trampa ni cartón. Allí se ofrece un aperitivo al que llaman la Hiel del Diablo, a base de ginebra mala y que sabe a rayos, pero todo el mundo lo encuentra sublime porque entiende que está en un tres diamantes de la afamada guía Roulant & Volant y un cinco horros en la no menos prestigiosa Mimolín. Y enseguida se pasa al Huerto de Juguete, en el que cultivan cuantas verduras y hortalizas se consumen en el establecimiento. Y es cierto: como en esas cocinitas para niños donde todo está a escala diminuta, en el huertecillo de El Trumpantojo lucen una docena de preciosas minilechugas naturales, unos rojísimos pimientitos en tutores o unas esféricas calabazas cual pelotitas, entre otros frutos. Allí mismo, en tentempié, se sirven unos cilindritos titulados Cagarrutas de can, que recuerdan a tales pero no lo son y resultan muy sabrosas cuando logran masticarse por la natural reticencia. Poco después se cruza una hermosa cocina donde ejercen a destajo un buen número de jóvenes orientales vestidos de azul mahón, mientras media docena de cocineros de inconfundibles rasgos vascuences y de punta en blanco cantan temas corales de su tierra desde una plataforma escalonada.

En la amplia y luminosa sala que aloja un comedor repleto aparece el mismísimo Donald Trump -o alguien que se le parece mucho-, que desde su podio lleno de banderas gesticula teatralmente y despotrica contra casi todo sin pelos en la lengua ni la menor diplomacia, fiel a su estilo ya bien sabido. La comensalía, absorta en el espectáculo que se le brinda, ha ido comiendo las pequeñas cositas servidas en sucesivos platillos, conocidos como Los Antojos de Gorka, sin que nada sepa a nada ni a qué cosa sea. Pero tampoco parece interesarle a nadie, atrapado como está en la función irrepetible, antes de que el magnate se dé media vuelta y desaparezca casi a la carrera porque su avión ya ha encendido motores.

Es el momento en que todos vuelven en sí y comentan aún en shock lo que acaban de presenciar, aunque ninguno recuerde lo que acaba de comer. Llegan entonces los camareros con la cuenta y la clientela se asombra aun más. ¿Mil dólares por cabeza?, preguntan al servicio. "Es que el señor Trump es muy caro. Y además sólo viene muy de cuando en cuando, si tiene algún hueco de agenda. Si actúa el doble cuesta tan sólo la mitad". Siendo así, todos respiran satisfechos, aunque algunos dudan de que vuelvan al bosque de Egoiena, una vez visto lo visto.

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