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La Casita del Príncipe

La Casita del Príncipe

Estamos ante un restaurante coqueto pero a la vez recatado, sin los excesos churriguerescos que uno podría imaginarse. A La Casita del Príncipe no la singulariza, sin embargo, el local, sino la presencia del Príncipe heredero del Reino de Lallana -sus adversarios sostienen que todo allí es tan llano por falta de cualquier relieve, pero es mera maldad-, Hipólito de Hinterland, en la región hiperbórea, y de su consorte la Princesa Alberthina, nacida fuera del reino, en el lugar de Rigordia. La numerosa clientela, norteamericana en gran medida, se pregunta a veces que si Sus Altezas Reales no tienen deberes de Estado, pero se equivocan: los Príncipes atienden todas las obligaciones que deben a su cargo -lo que ocupa la mayor parte de su tiempo- y sólo acuden a La Casita cuando tienen huecos de agenda, lo que apenas llega a tres o cuatro días cada mes. Por eso en esta casa la lista de espera parece no tener fin, pues hay solicitudes de medio mundo y lograr mesa requiere no menos de tres o cuatro años de paciencia. A todos les encandila algún día de este modo que les reciban unas altezas reales tan altas y atléticas y a la vez tan llanas, tan cercanas. Elegantes e impecables en sus ropajes, la sencillez no deja sin embargo de adornarles en todo momento. Llega, por ejemplo, el ingeniero jefe de la división I+D+I de hidrocarburos de nueva generación de la Standard & Oil, de Michigan, con Nancy, su regordeta esposa, y los Príncipes les hablan en un fluido inglés como si les conocieran de toda la vida. Les acompañan hasta su mesa y de inmediato regresan a la puerta para seguir recibiendo a sus huéspedes, porque aquí no hay clientes, sino invitados. No importa que éstos antes hayan tenido que transferir la abultada suma de dos mil coronas por cabeza, porque sigue pareciéndoles una ganga con tal de deslumbrar a los amigos al volver al hogar.

La comida se enmarca en la llamada cocina internacional, la misma que comen a diario muchas mesas reales: una crema de espárragos por aquí, una lubina al hinojo por allá, unas supremas de ave o unas peras Melba, por citar sólo unos pocos platos de los que sirven bajo campanas, eso sí, camareros ataviados de riguroso frac. Y mientras los invitados dan buena cuenta de sus platos, sus altezas van de mesa en mesa ofreciendo conversación unos instantes, muy interesados en saber si todo está como es debido. "Tienen un gran encanto y una clase especial", es lo que más se escucha entre los comensales. Entre tanto el secretario de la Casa del Príncipe hace recuento en la oficina y queda complacido al comprobar que los ingresos cumplen holgadamente para satisfacer la descomunal hipoteca que hay que afrontar puntualmente para amortizar la deuda por la vivienda de impresión que los Señores adquirieron en su día en una ladera de lujo confiando en la Providencia.

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