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Irse al pueblo

El patio de luces ha caído definitivamente en desgracia y apenas asoman cuatro mudas colgadas en los tendales y un par de toallas muy de vez en cuando. La desolación definitiva llegará ahora en agosto. El que más y el que menos ha encontrado un lugar al que huir de la ciudad tras los meses de confinamiento. Vale, siempre está el que se queda porque le da la real gana o porque no ve claro eso de salir con el covid por ahí suelto. Pero la inmensa mayoría se ha ido a disfrutar del aire libre y a un sitio en concreto: al pueblo.

La vecina del quinto lo ha hecho, al igual que muchos más del edificio, como los del primero, los del tercero y el matrimonio del piso de abajo. Estos últimos no es que se hayan ido, es que no volvieron. El estado de alarma les pilló fuera y fuera se quedaron.

Es un hecho: lo que se estila es irse al pueblo. Es tendencia total o, como se dice ahora con las redes sociales e internet, "trending topic". Basta ver cómo está a rebosar la antaño Asturias vacía. Hace medio año no se hablaba de otra cosa: que si la agonía del medio rural, que si las casas deshabitadas se caen abajo, que si la gente pasa del campo... Y ahora el problema es encontrar precisamente una casa deshabitada para alquilarla unos días.

Luego están los que ya tienen casa (la de sus padres, la de los abuelos, la de los primos?) y la han redescubierto con todo lo que eso implica. La vecina del quinto es de pueblo de toda la vida pero está que no cabe en sí de gozo: parece que es la primera vez que oye a los grillos cantar por el prado o a los pajarillos junto a su ventana. Como ella, muchos más por toda Asturias. Los hay que solo se dejaban caer por Navidad o fiestas de guardar y ahora únicamente se van cuando no les queda más remedio.

Los "reinstalados" se cuentan a pares. Han redescubierto el pueblo, la casa en la que se criaron, el patio, la finca, que han llenado de autocaravanas, barbacoas, piscinas de plástico, tumbonas, pérgolas, lucecitas... Hay una familia (de las grandes, supera la veintena de miembros) que ha instalado hasta una pantalla gigante de televisión en el jardín. Los contenedores de basura rebosan de cajas de cartón en las que había hamacas, hinchables, máquinas cortacésped, juguetes para los nietos, botellas de vino... Los repartidores de Amazon van camino de ser legión, pues no hay día que no tengan que entregar algún pedido (de hecho han ampliado el servicio a los domingos).

Pero no solo los de ciudad disfrutan como nunca del pueblo, sino también los que en él viven de forma permanente: este es un verano para limpiar y sacar trastos del hórreo, pintar habitaciones, adecentar el pajar en desuso, desmontar el viejo y ahora vacío gallinero de los abuelos, concluir el cierre de la finca, hacer esa piscina que siempre se quiso o construir el porche soñado para las interminables y maravillosas cenas de verano...

Es un hecho: el pueblo está de vuelta. Lo ha traído el coronavirus, junto al gel hidroalcohólico y las mascarillas. La cuestión es que siempre ha estado ahí, pero ha tenido que llegar una inquietante pandemia para posar en él la vista, recuperarlo y saborearlo con fruición. Resulta que la Arcadia feliz no estaba tan lejos ni era tan inalcanzable. Además, ahora hace sentirse seguro. Lástima no haberse dado cuenta primero, aunque (como decían los abuelos) de todo se aprende.

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