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Mágicas montañas | 1

Donde vigila el Castilu

O cómo un descubrimiento inesperado añade magia a la subida al Lago de las Moñetas, en el Macizo Central de los Picos de Europa

El autor del reportaje (a la derecha) con Alberto Palacio, junto al Lago de las Moñetas. Al fondo de la imagen se puede apreciar el rostro pétreo del Castilu.

Un serie semanal: Mágicas montañas

El autor de estos relatos, que aparecerán semanalmente este verano en LA NUEVA ESPAÑA, pide autorización a Thomas Mann para utilizar el titulo de su famosa novela a fin de dar nombre a la serie.

Viene al caso, tratándose de nuestra región, no en vano dejó escrito Valentín Andrés Álvarez que la montaña es el Alma Mater de Asturias. Somos muchos los que participamos de esa convicción. Por eso, atraídos por su magnetismo, la admiramos de lejos o, en la medida que nuestras facultades lo permitan, nos acercamos a ella para acariciar su piel, unas veces delicada, otras áspera y bravía, con la emoción que potencia un ambiente mágico. Luego, siempre, quedará el recuerdo, ya sea para disfrutarlo en la intimidad o, como en este caso, para compartirlo.

Estos relatos que se inician hoy pretenden ser, ante todo, sugerencias de cara los largos días de verano. No hablan de hazañas deportivas sino de experiencias al alcance de gente normal que esté, eso sí, dispuesta a admitir, como los montañeros saben mejor que nadie, que el goce de la belleza exige el sacrificio previo del esfuerzo. También, que, para enfrentarse a la alta montaña, más recomendable aún que un buen equipamiento es la compañía de otros montañeros.

Si entre ellos hay algún experto en el recorrido a realizar, tanto mejor. Y si se tienen dudas de la propia capacidad para acometer retos especialmente ambiciosos, recurrir a los servicios profesionales de un guía no es un desdoro, sino, todo lo contrario, la decisión más inteligente porque permitirá ganar en seguridad y disfrute. Comencemos, pues.  

Ocurrió hace seis años, en un espléndido día de mediados del mes de julio. El grupo de segundos residentes en Barro y Celorio con el que, bajo el liderazgo siempre impecable de Óscar Arias, disfruté de tantas jornadas memorables en las montañas del Oriente de Asturias, había programado una excursión al Lago de las Moñetas.

Oscar, Pepito, Toño, José Manuel, Jorge, Alberto, los dos Joses (el de Mieres y el de Berta), José Luis y el que suscribe llenamos con nosotros y nuestra mochilas tres coches, en los que salimos de Barro a las ocho de la mañana.

Fuimos hasta Cabrales, subimos en dirección a Sotres y, al llegar a la Curvona, nos desviamos hacia la derecha para tomar la pista que conduce a Áliva. Por suerte había pocos baches, aunque sí mucho polvo. Hacia las nueve y media estábamos en las Vegas de Sotres, una invernal ganadera que está en plena actividad, como revela el tamaño de sus cabañas y su buen estado de conservación.

Las Vegas está situada en el valle del río Duje, que separa los macizos Oriental y Occidental de los Picos. Como otros ríos de este imponente mundo calcáreo, el Duje es guadianesco. A lo largo de los siglos se ha labrado varios cauces, pero no en horizontal sino en vertical y los elige a capricho, por lo que tan pronto aparece como desaparece, pero solo de la vista, pues estar siempre está, ya sea por la superficie o el subsuelo. Las Vegas de Sotres es uno de los sitios donde se deja ver.

De regreso del lago por el pendiente camino que antes hubo que subir.

En recuerdo de José Luis

En este grandioso ámbito, formado por dos grandes subsistemas orográficos, claramente separados por el valle que milenios atrás talló un glaciar, un marco de altas cumbres blancas nos rodea. Algunas intimidantes, otras tentadoras.

Hoy no iremos a ninguna, sino que trataremos de llegar, a través de una de las rutas más populares de los Picos, a un lago, un accidente natural que, si es peculiar siempre, lo es mucho más en un territorio como el calizo que se distingue por su porosidad.

El inicio de la ruta nos lo marca un pequeño desfiladero que se abre en el extremo de la vega más alejado del lugar donde dejamos los coches. Por la suave pendiente de ese boquete salimos a una ancha pradería pedregosa, ligeramente inclinada. Dejando a nuestra espalda la compacta línea de cumbres del Macizo Oriental, avanzamos hacia los imponentes baluartes del Central que tenemos enfrente.

Lago de las Moñetas.

Lago de las Moñetas.

Un gran peñón casi esférico, situado en la parte más alta de esa pradería, marca el lugar de donde salen dos rutas divergentes: a la derecha, la Riega del Fresnedal, que conduce, con una pendiente muy severa, a la base de Peña Castil; a la izquierda, la ruta que lleva al Lago de las Moñetas.

Pero para nosotros ese peñón desgajado de la montaña y modelado luego por los accidentes meteorológicos tiene, además, un significado especial. Aquí es donde, en cumplimiento de su voluntad, se esparcieron, hace ya tiempo, las cenizas de José Luis García, que, amante de la montaña como era e integrante habitual de nuestro grupo, muy probablemente estaría hoy con nosotros si un cáncer devastador no hubiera segado su vida todavía joven.

Oscar nos pidió que le recordáramos con la oración que él mismo entonó.

Por tierra o lapiaz

Si la ruta por la Riega del Fresnedal es dura, la del Lago de las Moñetas es cualquier cosa menos cómoda. Arranca con un sendero de tierra, pero pronto se interna en el lapiaz –la caliza erosionada que hace de suelo– que exige pisar con cuidado si no se quiere tener un disgusto invalidante, en forma de herida o torcedura.

Yo voy muy seguro con mis viejas Scarpa, cuyo cordumen, al cabo de treinta años de uso, canta al andar como las ruedas de un carro del país, pero que protegen impecablemente mis uñas. La desaparición, a largos tramos, de la traza del camino está suplida por la presencia de numerosos jitos, algunos tan elaborados que pueden contarse en ellos hasta siete u ocho pisos.

Es bien sabida que hacia abajo los Picos de Europa son tan altos o más que hacia arriba

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Pero que no se pierda el camino no quiere decir que sea fácil seguirlo y que no haya que rectificar a menudo. Ni mucho menos, que sea cómodo, entre otros motivos, por su fuerte pendiente. Alcanzar nuestro objetivo obligará a salvar un desnivel de casi setecientos metros en una distancia relativamente corta.

El grupo se fue estirando y pronto comenzarían los abandonos. Los que decidimos seguir no tardamos en encontrar, para nuestro alivio, un jou de fondo plano y tapizado de hierba, con algo de sombra para sentarse a descansar y comer algo. Llevábamos ya hora y media de camino. A nuestra derecha se alzaba la enorme masa caliza de Peña Castil, de aspecto abigarrado, que en esta vertiente tiene delante una afilada aguja, que parece ejercer de avanzadilla o centinela.

Reanudamos pronto la marcha, para enfrentarnos a una canal, áspera, pero afortunadamente corta. Pero tras ella había que superar un exigente resalte y subir luego por una dura pendiente que nos conduciría en travesera a la parte alta de la riega, por la que, pese a su nombre, no corría ni una gota de agua. Seguro que en invierno será otra cosa. Cuando la subida suavizó su perfil fue para situarnos al borde de una espectacular sima, rodeada de hierba alta, que procuramos bordear sin acercarnos mucho, pues su aspecto resultaba sobrecogedor. Es bien sabida que hacia abajo los Picos de Europa son tan altos o más que hacia arriba.

Hay factores que revalorizan el enclave, como la escasez de lagos, lagunas o simples charcas en los Picos o lo costoso, que no difícil, del acceso

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Entre dos lagos, muy pindio

Unos metros más allá nos encontramos al borde de un gran jou, ancho y profundo, con el fondo cubierto de piedras en distinto grado de demolición por la erosión. Es el Llau Vieyu, o Lago Viejo, que los actuales sotrinos dicen que tuvo agua hasta época reciente, por lo que pudieron verla los abuelos de los más veteranos de las actuales generaciones, y que se desecó por causas naturales, no como el lago de Ándara, víctima de la actividad minera.

El Llau Vieyu está a 1.623 metros de altitud, por lo que quedan poco más de cien de desnivel para llegar al Lago o Llau de las Moñetas. Un camino bien marcado que se abre en el borde occidental del gran cuenco indica por donde hay que descontarlos. No resulta fácil hacerlo, porque el sendero es a veces tan emplunu que es preciso detenerse para recuperar el resuello. Pero acabamos por superar la prueba y llegamos a una zona herbosa por la que el camino se dirige hacia lo que parece un jou, rodeado de altas paredes, casi verticales.

Pero al avanzar unos metros descubrimos que el fondo de este jou está cubierto por una masa de agua entre verde y azulada, transparentemente limpia. Es el Lago de las Moñetas. Quizá sea exagerado llamar lago a una charca de forma ovalada que tendrá unos 40 metros de largo por 30 de ancho y cuya máxima profundidad no excederá de los cuatro o cinco. Pero hay factores que lo revalorizan, como la escasez de lagos, lagunas o simples charcas en los Picos o lo costoso, que no difícil, del acceso. José Manuel le hace los honores dándose un baño. Nos dice que el agua no está fría. Otros, a lo sumo, metemos la mano para comprobarlo.

Un tramo de la ascensión, a veces pisando tierra, y otras, el lapiaz calizo. Melchor FERNÁNDEZ DÍAZ

Las Moñetas

El Lago de las Moñetas está a 1.732 metros de altitud, muy cerca de la cabecera del Valle del mismo nombre. Para acceder a ella desde este punto hay que superar el acantilado que cierra el borde meridional del lago, que parece inaccesible a primera vista, pero en cuyo borde, a poco que se fije uno, hay un camino para ello.

El Valle de las Moñetas ofrece rutas muy interesantes –ninguna más, quizá, que la que, a través de la Collada Bonita, conduce al Picu Urriellu por su cara Sur– y, en general, es una zona atrayente para hacer caminatas, pero los montañeros expertos encarecen a los noveles que no se internen en el macizo en los días de niebla, porque, por muy evidente que parece el territorio cuando está despejado, con niebla se perderán inevitablemente en una zona en la que no hay caminos y la orientación tiene que ser necesariamente visual.

Nosotros, aunque el día era luminoso, no nos asomamos a ese otro ámbito sino que nos centramos en explorar lo que acabábamos de descubrir. En primer lugar, el propio lago. Luego, su entorno. Esta fue en otros tiempos zona de pastoreo. Si desde el borde del acantilado que rodea al lago se mira hacia la ruta que hemos seguido para llegar hasta aquí, se puede ver a lo lejos el agrupado caserío de Sotres y, por encima, las invernales de La Caballar.

La visión la enmarcan dos picos más próximos a nosotros: el Escamellau, del Macizo Central, y el Cuetu Tejáu, del Oriental, ambos de más de dos mil metros de altitud. En torno al lago no hay ningún rastro de cabañas. Sí queda un curioso refugio sin techo, tan estrecho que su fondo solo deja espacio para un asiento.

El paisaje lo focaliza la gran mole de Peña Castil, que muestra su acceso más difícil por vertical y accidentado. Todos los que hemos subido hasta aquí nos hacemos fotos con ese fondo. Y de pronto alguien descubre que, precisamente desde esa mole caliza, alguien nos está mirando.

Ampliado, el rostro pétreo del Castilu.

El Castilu nos mira

No es ni un montañero ni un pastor, que estarían demasiado lejanos para que pudiéramos verles. Quien nos contempla es, por el contrario, gigantesco y está tan incrustado en la propia roca que forma parte de ella misma.0

Cuando uno acierta a mirar al sitio justo, no puede negar la evidencia de lo que ve tallado en la peña. Es el enorme rostro de un hombre viejo con todos los rasgos de su fisonomía bien marcados para completar un aspecto fascinante: el entrecejo fruncido, los ojos encuevados, la nariz chata, los pómulos salientes y las mejillas hundidas, la boca grande y sumida y la barba larga y lacia.

Hasta tal punto parece que nos está mirando con ceñuda severidad que casi hay que hacer un esfuerzo para racionalizar su presencia. O, tal vez mejor, asumirla como un símbolo. Imaginar, por ejemplo, que si los norteamericanos han tallado en la roca del monte Rushmore las cabezas de varios de sus héroes cívicos, aquí la Naturaleza ha modelado en la caliza el rostro de un severo vigilante que exija el respeto que merecen sus desmesuras de grandeza.

Tan pronto como le vi me propuse inventarle un nombre, y se me ocurrió el de Castilu, por el lugar donde ha emplazado su lugar de vigilancia, por no decir su trono. Y, tras nombrarle, reconocer su potestad moral sobre estos territorios, reconocimiento que se traduce, sobre todo, en respetar su grandiosa belleza. Ambas cosas convirtieron en especial el descenso hasta nuestro punto de partida, las Vegas de Sotres, adonde llegamos a las dos y cuarenta minutos, cinco horas después de haber iniciado la ruta.

Melchor FERNÁNDEZ DÍAZ

Historiadora Ana María Moradiellos


Si el grupo que había partido de Barro se había disgregado en la subida hacia el Lago de las Moñetas, volvió a reagruparse en Sotres para comer. El lugar elegido en esta ocasión era Casa La Gallega, lo que garantizaba añadir a la calidad de la cocina la facundia de Ana María Moradiellos, quien, tras la muerte de sus padres, es la propietaria del establecimiento.

Cualquiera que la conozca apostará sin duda que, si en vez de pasar su infancia y adolescencia en un pueblo que permanecía aislado durante muchos días del año, hubiera tenido las facilidades que ahora tienen los muchachos, sería catedrática, como su primo Enrique, que es hoy en materia de Historia contemporánea, uno de los profesionales más fiables de este país.

Ana María es también historiadora, a escala local, y su cátedra, la barra del bar que pusieron sus padres, él sotrino y ella gallega, cuando regresaron de Caracas, adonde marcharon después de haberse conocido en Galicia. Además de publicar artículos muy interesantes en revistas como “Asturies”, editada por la Fundación Belenos, Ana María siempre relata desde detrás del mostrador cosas que complementan a sus clientes la excursión que acaban de hacer.

De lo que nos contó en relación con la del Lago de las Moñetas, una zona en la que su familia mayadiaba, seleccionaré dos cosas. Una, que cerca de La Piedrona, donde nos detuvimos al principio de la marcha para recordar a José Luis García, fueron muertos y enterrados siete soldados franceses durante la Guerra de la Independencia. No ha muchos años, tras un temporal, afloraron unos huesinos y un trozo de uniforme. Una vieja pastora, vecina de Sotres, cuyo nombre Ana María citó pero no recuerdo, lo restituyó todo al enterramiento común.

La otra historia tuvo como protagonista a José Luis García Iglesias, el sacerdote natural de Laviana al que apodaban Pepe el Comunista. Pepe, un tipo estupendo, que tenía una cabaña junto al río Duje, cerca de Tielve, era muy aficionado a la montaña y un día fue a parar a la cueva de hielo que guarda en su seno Peña Castil. Tras explorarla, se tumbó a su entrada para descansar. Le estaba venciendo el sueño cuando notó que le soplaban y lamían el cuello y que tironeaban de su camisa. Cuando se incorporó sobresaltado encontró en seguida la explicación a tan extrañas sensaciones ¿Sería el Castilu?, pensé para mí antes de que Ana María diera una explicación a tan inquietante fenómeno.

Pero no. Era una cabra, que trataba de apropiarse de la sal que formaba parte del sudor que empapaban la piel y la ropa del montañero. No descartemos, sin embargo, que el Castilu se lo hubiera ordenado.

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