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Mágicas montañas / 3

Montañas mágicas: La Mota Cetín, tan discreta como bella

Una pequeña gran cumbre en un paraje delicioso donde confluyen Piloña, Ponga y Amieva y, por paradoja, se agranda año a año la soledad de la Asturias vacía

Buscando el camino que conduce a la cima.

Ni es muy alta ni muy difícil ni su situación la convierte en una referencia visual obligada, aunque tenga una identidad clara. Situada cerca de donde confluyen los límites de Piloña, Parres, Amieva y Ponga, ni siquiera el hecho de ser la máxima altura de Parres le confiere notoriedad especial más allá del concejo. Se diría que la Mota Cetín es la montaña discreta. Pero su entorno es tan delicioso y ella se integra tan admirablemente en él que, como conjunto, constituye una visita obligada. Como la que hicimos el 30 de julio de 2014.

Nuevo en el grupo

Nos habíamos citado a las diez de la mañana en la collada de Moandi, donde se encuentra el límite no solo entre dos concejos, Piloña y Ponga, sino entre dos territorios claramente diferenciados, como veríamos claramente en cuanto comenzáramos a andar y ganásemos altura: el territorio del Sur, el pongueto, erizado de montañas agudas y cubierto de bosques; y el del Norte, el piloñés, de montes más tendidos y con un horizonte más alejado al que da una forma inconfundible la sierra del Sueve. Desde el año 1979 una carretera, cuyos extremos son Sevares (Piloña) y Sellaño (Ponga), ayuda a vertebrar estos territorios. El sector mayoritario de nuestro grupo procedía de Llanes e hizo la ruta de aproximación por los valles del Sella, primero, y luego del Ponga. Y uno de los montañeros procedería de Oviedo. El punto de encuentro sería Moandi a las diez de la mañana.

Cuando llegamos los de la costa, el ovetense ya estaba allí. Bien merece que le concedamos un punto y aparte. Se trataba de Rodrigo del Sastre, un hombre de 80 años, de pelo blanco y semblante apacible. Era un sacerdote jubilado, que durante muchos años había sido párroco de Udrión (Trubia). Ahora vivía con una hermana en Oviedo. Enamorado de la montaña, hacía diez años que había alcanzado uno de sus sueños al coronar el Naranjo de Bulnes. Incluso había podido decir misa en la cumbre. Aquella misma tarde volvía feliz hacia Oviedo, conduciendo su propio coche, cuando sufrió un accidente de circulación que le provocó graves lesiones. Logró superarlas tras un largo y duro proceso de recuperación, tras el que pudo volver a caminar por las montañas. En la época en que se sitúa este relato salía al monte todos los miércoles con un grupo del que formaba parte José Manuel Martínez, que fue quien le avisó de la salida a la Mota Cetín. Sería, por actitud y hasta por condiciones físicas, un excelente compañero de ruta.

Rodrigo del Satre, cerca de la Collada Berroña.

Hacia y por Fontecha y Cuadrazales

Justo al lado de la carretera un cartel en forma de flecha indicaba la dirección a Fontecha. Era la que debíamos seguir, por un camino de hierba abierto entre los brezos y las cotoyas que cubren el pendiente. Esta era fuerte, pero lo mullido del suelo la hacía más asumible. Y si la vista hacia Ponga –bosques encantadores, aristas de roca, prados como gemas verdes– es de por sí deliciosa, aún logra mejorarla un sol espléndido. El camino, en el que se advierten huellas de tractores, nos llevó hacia el Cabezón de Fontecha (812 m), donde la pendiente se aplana para ceder la presencia a unas amables camperas, que conducen a un bosque tras el que se alza una gran masa caliza de forma redondeada: es la Mota Cetín.

Al final de la pradería hay un muro vegetal que parece el inicio del bosque que se interpone entre nosotros y la Mota. Pero es una impresión engañosa, pues se trata de una especie de pasadizo formado por espineras –quién las viera en primavera–, que da acceso a otra campera, no por más estrecha menos encantadora, que, esta vez sí, conduce hacia la masa boscosa.

Entramos así en el Monte los Cuadrazales, un bosque que toma el nombre de la peña en cuya ladera se asienta. Es un bosque denso y, por tanto, húmedo. Oscar ya nos había advertido que encontraríamos barro. Se quedó corto: a menudo era un fangal. La marcha se hacía penosa y lenta. Tardamos media hora en cruzar unos pocos cientos de metros.

A la izquierda, por esta canal va la ruta hacia la cumbre.

Excelsa collada

A la salida del bosque teníamos ante nosotros la Mota Cetín, a fin de cuentas nuestro destino. Pero se anticipaba a provocar nuestra curiosidad la línea curva de la amplia collada que, a la derecha de la Mota, se alzaba frente a nosotros. Y caminamos hacia la que era, provisionalmente, nuestra línea del horizonte. No nos arrepentiríamos. A medida que avanzábamos la pendiente del prado se suavizaba y empezaban a surgir al otro lado de la línea curva unas cumbres lejanas que inmediatamente identificamos con las del Macizo Occidental de los Picos de Europa, aunque lo distinguiríamos mejor si el sol a esta hora del mediodía no empastara los relieves. Podíamos, en todo caso, identificar perfectamente las Peñas Santas. A cada metro que avanzábamos el panorama se ampliaba, que en este caso equivalía a decir que se engrandecía. El mapa nos decía que ese lugar, situado a 925 metros de altitud, es la Collada Berroña. La vista, que es un lugar maravilloso. Aparece el Pierzu, imponente en cuanto más cercano y, algo más allá, su casi gemelo el Carriá. Y en la misma línea, pero más lejos, el Cantu Cabronero y la Sierra de Beza. Seguro que desde la cima de la Mota veríamos todavía más.

Impresionante vista desde cerca de la cima: en el centro, el Pierzu; al fondo, el Cornión.

Un jitu, por favor

Volvimos, pues, la vista hacia nuestro objetivo. Y de pronto surgió la duda. Estábamos ante una muralla que nos escondía la puerta de acceso. Por excepción a muchos años de control pleno sobre los itinerarios Oscar no lo tenía claro. Por supuesto que había subido esta montaña, pero hacía muchos años de ello y no recordaba la vía de acceso. Alberto Palacio y Jose el de Berta se ofrecieron a explorar el terreno y se encaminaron hacia la peña, eligiendo su parte central, entre cuyas estribaciones les vimos desaparecer. Como tardaban, otros se animaron a imitarles. Hasta que nos acabamos sumando todos, igual de infructuosamente.

Alguien hizo entonces una observación del todo pertinente: “Si fuera por aquí, habría algún jitu y no vimos ninguno”. En un destino clásico, como sin duda es la Mota, sería increíble que no hubiera esas señales solidarias sobre la ruta a seguir que crean y mantienen los montañeros para ayudarse entre sí. Y a partir de ese momento la búsqueda intuitiva de un acceso fue sustituida por el intento de hallazgo de uno de esos indicadores que se fabrican apilando unas pocas piedras, para lo cual sustituimos la exploración montaña arriba por el recorrido por su falda. Avanzamos hacia la izquierda, cada vez más, hasta que vimos algo que parecía un camino.

Bajamos hacia él y, apenas comenzamos a seguirlo cuando nos encontramos con un jitu, y no uno cualquiera, sino de considerable tamaño. Habíamos dado con la ruta. La seguimos y nos condujo, con una pendiente fuerte y algún pequeño descenso, a una corta pero espectacular canal, encajada entre dos grandes peñas verticales. Nos llevaría a una pequeña meseta desde la que arranca lo que parece el último tramo de la subida. Justo en ese lugar se reunieron con nosotros Alberto y Jose, que venían en horizontal por un territorio azaroso en el que confesaron que a veces lo habían pasado mal.

Los dos Joses y Oscar, en la cima

En la cumbre

Para proseguir la ascensión hay que superar una barrera rocosa, de pequeña altura pero de aspecto intimidador por el filo cortante de las peñas, tan característico de la caliza. Pero la buena adherencia para manos y calzado de esa clase de roca ayuda a salvar el paso para acceder a una ladera empinada en la que alternan la roca viva con una vegetación formada por hierba alta y arbustos por la que hay que subir con cuidado, tanteando con los bastones antes de pisar para no meter el pie en un hoyo, pues la densidad de la vegetación impide ver el suelo firme. Y de esa forma en poco tiempo estábamos en la cumbre (1.134 metros) de la Mota Cetín.

Habíamos tardado dos horas y 45 minutos en llegar hasta ella desde la collada de Moandi. Paradójicamente, una montaña tan ancha tiene una cumbre muy pequeña. Y es que lo más alto de la Mota no lo ocupa la roca sino un bosque de apariencia impenetrable que ha crecido en la amplia zona cimera.

Un pequeño buzón de cumbres avalaba de todos modos la condición cumbrera del lugar, al que subimos todos los componentes del grupo salvo Rodrigo del Sastre y José Luis Martínez, aquejado de problemas de cadera. Con todo, los dos llegaron hasta el resalte en que finaliza la canal. Oscar, por su parte, fue capaz, una vez más, de alcanzar lo más alto, a sus 80 años, a pesar de que había dormido mal la noche anterior y sufrió vómitos en la fase final de la subida. Permanecimos poco tiempo en la cumbre. El suficiente para comprobar que, como era previsible, el panorama se engrandecía aún más que desde la collada Berroña, no solo porque se veía más sino también porque se veía mejor, ya que, por el recorrido del sol, había disminuido el contraluz y las montañas iban añadiendo relieve a su silueta. Dentro de ese panorama, la imponente presencia del Pierzu ganaba aún mayor protagonismo, mientras, cerrando el horizonte, aparecían Tiatordos, el Campigüeños, La Llambria y el Maciédome y, al fondo, Ten y Pileñes.

La Mota Cetín desde Fontecha, con el bosque de Los Cuadrazales en el medio.

El grupo se disgregó en el descenso, como suele ser frecuente, y el regreso se complicaría para algunos, que nos equivocamos al encetar el bosque de Los Cuadrazales y hacerlo por una zona situada más arriba del camino verdadero. Cuando nos dimos cuenta, ya habíamos avanzado lo suficiente como para que nos diera pereza retroceder. Y nos costó lo suyo, en medio de aquella tupida vegetación, encontrar la ruta. A las tres y media de la tarde estábamos de vuelta en la collada de Moandi, lo que quiere decir que la ruta nos había llevado unas cinco horas de caminata.

Ya en coche pasamos por Cazo, con su torre medieval de planta cuadrada. Encontramos el pueblo muy remocicado y, al paso, creímos ver una cierta orientación hacia los negocios turísticos, impensable hace no mucho años. Lo mismo que en Sellaño, uno de los pocos pueblos ponguetos, si no el único, emplazado en un llano, no muy grande pero llano al fin. Comimos en uno de los dos restaurantes que había entonces. El chico que nos sirvió era de Gijón y encontraba empleo por el verano aquí. Desde la ventana vimos que al lado del otro restaurante había una bolera de cuatreada, por lo que, al acabar la comida, nos acercamos a verla. Resultó que era pública, estaba bien cuidada y había bolos y bolas disponibles. En seguida montamos una partida, sin que fuera obstáculo que para alguno de los que jugaron era la primera vez que cogían una bola. Pero lo pasamos bien. Y acabó siendo literalmente cierto que había sido una jornada redonda.

Solín en la Mota

M. F. D.

Yo fui de los últimos en abandonar la cima de la Mota Cetín y antes de hacerlo canté a pleno pulmón. Con lo mal que lo hago, mis compañeros debieron creer que me había vuelto loco. Pero estaba bien cuerdo. Tenía una deuda íntima, relacionada con la Mota Cetín, y no podía despedirme sin intentar pagarla. La había contraído años atrás con Arsenio Fernández-Nespral, a quien Silvino Antuña añadió el sobrenombre de “El Polenchu” porque decía que cantaba como el legendario cantante de Grao. Arsenio tenía 84 años cuando en el concurso de canción asturiana “Ciudad de Oviedo” le rindieron un homenaje. Y él salió al escenario del teatro Campoamor y cantó, admirablemente, como él sabía hacerlo, una canción doblemente preciosa, por su letra y por su música, que había formado parte del repertorio de Quin el Pescador y que cuenta las cuitas de un pastor, justamente en este lugar:

No me olvides,

Marina, tú no me olvides.

Baxar a vete nun puedo.

A vete nun puedo.

Que toy solín en La Mota

y nun tengo compañeru.

Cuando habíamos llegado a la Collada Berroña, habíamos visto a varios caballos. Ahora, al abandonar el lugar, vimos también unas cuantas vacas. Seguía sin haber ningún pastor, que ya no necesitan quedar permanentemente en el monte. Ahora es la soledad la que podría clamar contra su ausencia. En esta collada, y ya no digamos en lo alto de la Mota Cetín, nuestros ojos se llenaron de belleza. Pero año a año se agranda la paradoja de que una de las zonas más hermosas de Asturias está quedando despoblada.

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