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Mágicas montañas (4)

Peña Mea, el Cervino del Nalón

Esbelta y aislada, la preciosa cumbre atrae con la fuerza de un imán la vista de quien la contempla de lejos y se ofrece como un mirador fantástico a los que suben a visitarla

Peña Mea desde Pola de Laviana, con Canzana en primer plano.

En Asturias hay dos montañas que, salvadas todas las distancias que se quieran, remedan en mi opinión al Cervino, que ostenta con toda justicia el rango de ser reconocida como la más bella cumbre europea. Una es el Pico de Peñamellera. La otra, Peña Mea. Esta última abrió mis ojos a la admiración de las cumbres. Cuando en mis años jóvenes subía en bicicleta desde El Entrego a La Chalana aguardaba siempre con emoción la curva del Retortoriu, a la salida de Barredos, porque sabía que, cuando la completara, me encontraría enfrente y arriba con la sorpresa siempre renovada de su esbelto perfil. Luego iría descubriendo que Peña Mea se deja ver desde muchos sitios, siempre altos, de la ladera Norte del Valle del Nalón en mi concejo de San Martín del Rey Aurelio. Si tuviera que elegir dos, me inclinaría por las cercanías de la capilla de Villacedré, o, y esto sí que son palabras mayores, el dolmen de la Campa La Españal. En cuanto al Pico de Peñamellera, desde ningún lugar me parece más impresionante que desde la vega del Deva-Cares, cerca ya de Panes.

Mi intento de subir al Pico de Peñamellera había terminado en fracaso y Peña Mea era una dolorosa asignatura pendiente cuando a primeros de junio de 2009 recibí la llamada de Oscar Arias para invitarme a participar en un intento que estaba preparando. Él sabía, porque se lo había comentado más de una vez, hasta qué punto deseaba coronar la preciosa montaña que domina el curso medio de mi Valle del Nalón. Y él me había respondido que me llevaría. Como tantas otras veces, cumplió su promesa. La alegría se incrementó al reunirme en Levinco con el grupo que afrontaría la subida: todos amigos, todos excelentes compañeros de montaña. Allí estaban, además de Oscar Arias, Toño Mochales, Jorge Toraño y Jesús González Llavona. Y enfilamos nuestros coches hacia Pelúgano.

Jesús González Llavona, Oscar Arias y Jorge Toraño, en la Collada de Pelúgano.

La vertiente allerana

A Peña Mea se puede subir desde Laviana y Aller. La ruta allerana está considerada más fácil, entre otros motivos porque parte de un lugar más alto. Pelúgano, o Pelluno, como dicen los alleranos, es un pueblo con historia. Allí residía, según una leyenda popular que no desmienten los historiadores, la joven Gontrodo Petri, cuya belleza enamoró a Alfonso VII, con quien tuvo una hija, Urraca, en quien el rey relegaría tantos poderes que se convirtió en reina de facto de Asturias. Para quien no lo conozca, el Pelúgano actual es un pueblo, además de muy guapo, sorprendentemente grande, dimensión que se explica por la amplitud del terrazgo amplio y bueno que le rodea. Los numerosos hórreos antiguos que conserva dan testimonio de la larga prosperidad en que ha vivido el pueblo.

La carretera termina aquí. Aparcamos los coches junto a la iglesia, que está en el barrio más alto (640 metros) de los dos en que se divide Pelúgano y en seguida, en torno a las diez de la mañana, comenzamos a caminar por una ancha pista de tierra que se abre paso por un bosque netamente asturiano: abajo, los castaños; luego, los robles; y arriba, las hayas. Eucaliptos, ninguno. Hay muchos prados, todos cercados, todos bien cuidados. Abundan las cabañas, en buen estado de conservación.

Nuestro objetivo no tarda en aparecer, a la derecha del camino, pero cuesta trabajo identificarlo, pues el aspecto de Peña Mea desde esta vertiente es completamente distinto del que ofrece la que mira al Valle del Nalón: ésta, alomada, hasta el punto que apenas se distingue de su entorno inmediato; la que mira al Nalón, aguda, como si se clavara en el cielo.

Ante el Ojo de Buey.

El gran ojal

Tres cuartos de hora después de haber comenzado a caminar alcanzamos la Collada de Pelúgano, situada a casi mil metros de altura. Esta pradería, divisoria de aguas y límite de concejos, es tan amplia como tendida. Pastan en ella muchas vacas y algunos caballos.

Apenas llegamos a entrar en ella, pues nos desviamos casi de inmediato a la derecha para dirigirnos por un sendero bien marcado que nos conduce hacia un alto muro de peña caliza donde nos espera la cima, que hemos dejado de ver. Para alcanzarla habremos de dar un duro pero muy hermoso rodeo. Encontramos pronto su embocadura. Se trata de una gran canal, que recibe varios nombres. El de más arraigo parece ser el de Canal Ancha. Pero también puede ser Canal de Mea. O del Ojo de Buey o del Arcón, pues también la llaman así.

La cima de Peña Mea.

El ambiente es idéntico al que se puede encontrar en muchos lugares de los Picos. Pero a muchos los aventaja por una singularidad realmente espectacular: el enorme ojal, prácticamente una circunferencia perfecta que se abre en uno de los paramentos calizos que jalonan la canal, el Picón de Pedromoro. Es imposible pasar junto a este capricho de la Naturaleza sin fotografiarlo y, si no se tiene, prisa, intentar subir al borde de esta gran ventana para mirar el panorama desde ella. Nosotros apenas nos detuvimos porque había que seguir a Toño Mochales, que había tomado la cabeza del grupo al principio de la canal para marcar un ritmo muy fuerte.

Una cima infinita

Es poco después de coronar la canal cuando asoma ante nosotros la cima de Peña Mea. Por si no estuviera claro el accidente geográfico un vértice geodésico y una pequeña caseta coronada con una antena lo subrayan. En principio, el acceso directo a la cima parece complicado, no porque haya que trepar sino porque no se ve con claridad el camino, al contrario de lo que parece ocurrir con el que bordea el mojón cimero, sin duda para afrontarlo por otro lado. Pero, en realidad, el camino directo es hacedero y, de hecho, lo señalan varios jitos. A las 12,35, poco más de dos horas y media después de la partida, pisamos la cumbre, que es tan pequeña que poco menos que la saturamos con la presencia de nuestro pequeño grupo y la de un montañero de Pola de Lena que llegó casi al tiempo que nosotros y que se marchará en seguida porque, según nos dice, por la tarde tiene que trabajar.

Nos faltan ojos para captar lo muchísimo que se ve, aunque una ligera bruma lo difumine algo. A su buena estatura (1.557 metros) Peña Mea une para convertirse definitivamente en un observatorio excepcional la cualidad de su espléndido aislamiento. No hay ninguna cumbre próxima que se interponga entre ella y el horizonte. Por ese motivo se pueden ver un panorama tan amplio. De tantas que son, provoca especialmente identificar las cumbres. Si se parte del Valle del Nalón y se sigue el giro de las agujas del reloj, lo primero que se ve es el perfil inconfundible de Peña Mayor.

Prados, bosques y abajo, el Nalón.

Pero la Xamoca, que la sigue, ofrece desde aquí un aspecto totalmente diferente del que muestra hacia el Oeste, desde donde –los alrededores del antiguo pozo Modesta o el Corredor del Nalón cerca de Escobio, por ejemplo– parece un cono perfecto para convertirse ahora para nosotros en larga y aplanada. Viene luego en el recorrido circular de la mirada la cordillera del Sueve. Y aparecen a continuación los cumbres principales del Macizo Occidental de los Picos de Europa, todavía con mucha nieve. Luego, el Cantu Cabronero y la Sierra de Beza. Y montes ponguetos, entre los que se identifica el afilado Recuencu, así como Pileñes y Ten, por este orden. Luego, el Torres, el Valverde y el Toneo y los montes alleranos de la Cordillera, por encima de los que comparecen las Ubiñas, perfectamente desplegadas: Cerredo, Peña Ubiña la Pequeña, Peña Ubiña la Grande, los Fontanes. Y Peña Rueda.

Todo esto, y más que sin duda olvido, en lo que se refiere al horizonte lejano. Por debajo, como compendio de muchísimos otros valles jalonados por las cumbres se afila el valle del Raigosu, cuya agua he bebido en El Entrego, mi pueblo, durante tantos años. Hacia el Oeste las alturas de los montes son de menor altura y su perfil más suave. Justo enfrente, y por encima de La Collaona, se alza el pico al que llaman Tres Concejos, porque en su cima confluyen San Martín del Rey Aurelio, Mieres y Laviana.

Peña Mea tiene dos cimas, pues, junto a la principal, hay otra, más baja, a la que se accede sin dificultad y que permite contemplar mejor el fondo del Valle del Nalón y en especial los dos mayores núcleos de población del entorno, la Pola y Barredos. Si nos acompañara Paco Trinidad identificaría con seguridad todos los pueblos donde se desarrolla “La aldea perdida”. Yo creo identificar a Mardana, donde Evelio G. Palacio encontró un día a Quico, el minero que sobrevivió un enterramiento de seis días, para escribir uno de los reportajes más hermosos que se han publicado en este periódico.

De regreso en la Collada de Pelúgano

Un nido de calandria

Comemos algo de fruta, hacemos muchas fotos, firmamos tarjetas para el buzón de cumbres. Y emprendemos el regreso, para cuyo primer tramo elegimos el camino que bordea la cumbre en vez del acceso directo. Al poco de iniciar la bajada Jesús ve un pájaro que sale del suelo y deduce que allí, al lado mismo del camino, debe de haber un nido. Remueve con cuidado las hierbas que camuflan la pequeña oquedad y aparecen dos huevos de color crema y moteados con manchas oscuras. Toño Mochales opina que es un nido de calandria. Yo ya estoy pensando en elevar la consulta a Luis Mario Arce, para lo que hago las correspondientes fotos. Seguro que los propietarios del nido nos están observando desde alguna parte, aunque no tan altos como los cinco buitres que describen grandes círculos sobre nuestras cabezas. Cuando a los pocos días lo vea en el periódico y le muestre las fotos, Luis Mario me dirá que con toda seguridad se trata de un nido de alondras. Pero Mochales no andaría descaminado, pues es frecuente que en Asturias los campesinos llamen calandrias a las alondras.

De granítica, nada, don Armando

M. F. D.

Peña Mea irradia belleza en su entorno y la Pola de Laviana se beneficia del privilegio de poder integrarla en su propio paisaje. Desde la zona próxima al río su visión incluye la de Canzana, que, encaramada en una alta loma se interpone entre el pico y la villa. Canzana es el pueblo de Demetria, la heroína de “La aldea perdida”, que en el capítulo tercero de la novela con razón más famosa de Armando Palacio Valdés ve desde el corredor de su casa cómo el sol tiñe de color naranja la cabeza del pico. Cuarenta páginas antes, casi al comienzo de la novela, la montaña aparece por primera vez y no precisamente del mejor modo posible, pues lo hace acompañada de un grueso error. El autor está relatando la caminata de Quino, Celso y Bartolo por los cerros que bordean Villoria y dice que por detrás de ellos “se alzan hasta las nubes las negras moles de la Peña Mea (…) con su fantástica crestería de granito”. Puede parecer incomprensible que un hombre sin duda culto como Palacio Valdés no supiera identificar una roca como la caliza tan abundante en Asturias, y en especial en el Valle del Nalón, y la confundiera con el granito, tan diferente, de cerca o de lejos. Pero en 1903, fecha en que se publica “La aldea perdida” las montañas, aunque se admirasen, se hacía siempre de lejos y la Geología era una ciencia minoritaria que aún no había logrado popularizar sus conceptos, por elementales que fueran. Disculpamos, pues, a don Armando, pero Peña Mea, de granítica, nada. De caliza y a mucha honra.

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