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Mágicas montañas / 8

Peña Santa, nada menos

Inolvidables ascensión y descenso, guiados por Erik Pérez Lorente, a una montaña grande en belleza y dificultad, en compañía de Avelino Suárez y sus hijos Jorge y Lucía Salvador

Peña Santa, desde el borde del Jou Santu.

Mi historial montañero sería inexistente sin la colaboración de mis compañeros de camino. Todos han sido importantes para conseguir unos objetivos en los que, en mi valoración, el conocimiento estaba por encima del mérito deportivo pero no de la amistad y el espíritu de convivencia. Algunos de esos compañeros de caminatas han ejercido un liderazgo decisivo para que surgieran esos proyectos de aventura y se convirtieran en realidad. Pienso en Obdulio Fernández, que me descubrió los Picos de Europa y con quien hice salidas tan inolvidables como Ordiales, Peña Castil o el Collado Cerredo. Y en Oscar Arias, impecable organizador de infinidad de salidas a la montaña. Y Avelino Suárez, que tan inexperto montañero como yo, tuvo la ambición de elevar la magnitud de los retos, acompañando ese desafío de los medios necesarios; a fin de cuentas era un emprendedor. Fue él –que había establecido en su empresa, la ingeniería Impulso, la costumbre de vivir anualmente una “tormenta de ideas” en los Picos–, quien propuso acudir a los guías de montaña para plantear objetivos que por nuestros medios hubieran sido quimeras inabordables. Fue así como establecimos una relación profesional y personal con Erik Pérez Lorente que no pudo ser más fructífera, ya que se tradujo en una serie de experiencias fantásticas. Por desgracia, Avelino no podrá leer el relato de la que evoco hoy, pues su vida se extinguió precozmente en 2016. En homenaje suyo va el relato de la ascensión nada menos que a Peña Santa, en la que, bajo la dirección de Erik y con su decisiva ayuda, le acompañamos su hijo Jorge, su futura nuera Lucía Salvador y quien escribe este relato.

En la cima de Peña Santa. De izquierda a derecha, Melchor Fernández, Avelino Suárez, Lucía Salvador, Jorge Suárez y el guía Erik Pérez Lorente.

Por suerte, buen día.

Era el 30 de agosto de 2001. La noche anterior habíamos ido al catre en el refugio de Vegarredonda con la idea de que nuestro plan de subir a Peña Santa se iba a frustrar por causa de la lluvia, que para el día siguiente se daba poco menos que por descontada. Y eso era un problema decisivo, pues, según Erik, son necesarias siete horas de buen tiempo para completar el programa de llegar a la montaña, subir hasta la cima y volver a la base. Y el descenso con agua es, en su experta opinión profesional, tan complicado como peligroso.

A las siete y veinte de la mañana nos pusimos en marcha. Las nubes corrían velozmente por el cielo y la temperatura era fresca. Una hora después, tras dejar atrás la canal de Vegarredonda y girar a la izquierda en la Llampa Cimera, llegábamos al Collado La Fragua. Cuando avanzábamos por Las Barrastrosas, por entre campos de lapiaz, y todavía a la sombra que proyectaban las altas roquedas que flanqueábamos, advertimos que sobre nuestras cabezas el cielo estaba completamente azul. Cuando a las 9.40 hicimos una breve parada al borde del Jou de los Asturianos las peñas de todas las montañas que se alzaban a nuestro alrededor refulgían con ese brillo deslumbrante que solo es posible ver en el corazón de los Picos de Europa. “Debéis tener un pacto con la Santina, porque esto no se explica”, comentó Erik, que por la mañana había mencionado un plan B –subir a Peña Santa de Enol– si el tiempo no ofrecía garantías. Así pues, intentaríamos Peña Santa, cuya cara Norte, que teníamos ya ante nosotros, exhibe hacia esta vertiente un aspecto imponente, aunque no tan esbelto como macizo. Esa presencia nos acompañaba al llegar al Collado del Jou Santo (2.113 metros), donde el camino muere en un gran balcón natural, que ofrece una espléndida vista del Macizo Central de los Picos. Desde allí giraríamos hacia nuestra derecha para dirigirnos hacia la base de la Canal Estrecha, la ruta de ascenso que íbamos a seguir. El camino se veía directo, pero no parecía nada cómodo, porque discurría entre llastrales y llambrias, algunas muy inclinadas. Un paso, en particular, resultó delicado. Después vendría un pendiente pedrero. Y por fin nos plantamos en la base de la ascensión, en la antesala de la canal, cuyo inicio queda unos 50 metros más arriba. Dejamos allí nuestras mochilas, salvo Erik, que siguió con la suya, en la que iban la cuerda y otros útiles de escalada, además de agua. Eran las diez y media de la mañana.

Avelino y Jorge, el emocionado abrazo de padre e hijo en la cima de Peña Santa.

En la Canal Estrecha.

Para llegar a la Canal Estrecha propiamente dicha hay que salvar un inclinado canalizo, que superamos sin mayor problema. Y así nos situamos al lado mismo de la canal, un tajo en la montaña, siempre estrecho y en ocasiones abrupto. No lo veíamos en toda su longitud, aunque sí en la medida suficiente para poder apreciar sus características generales. Se trata de una chimenea dividida en varios tramos por pequeñas plataformas, a modo de descansillos, y obstruida a menudo por grandes bloques de piedra que habían quedado encajados entre las paredes. Estos bloques son genuinas “panzas de burra”, como la que hizo famosa Pedro Pidal en el relato de la primera subida al Naranjo.

Por la canal bajaban hilillos de agua o aparecían humedades. Unos y otras había que evitarlos para buscar las zonas secas, que ofrecen la característica adherencia de la caliza de los Picos. Será esa palabra –adherencia– la que más habríamos de escuchar durante nuestra permanencia en la peña, pues nuestro guía nos exhortaría a buscarla, sobre todo en la parte alta de la ascensión, cuando había que pasar sobre llambrias inclinadas, en las que hay que apoyar la mayor parte de la superficie no solo del calzado o las manos, sino del propio cuerpo.

Jorge Suárez asegura a Lucía Salvador en un tramo de la primera parte del descenso.

Jorge Suárez asegura a Lucía Salvador en un tramo de la primera parte del descenso.

La técnica de escalada que predomina en los primeros tramos de la Canal Estrecha es la de oposición, porque la chimenea por la que se sube es tan angosta que permite apoyar la espalda en una de las paredes y hacer fuerza con los pies en la de enfrente, al tiempo que se buscan buenos agarres para las manos. Así se progresa rápidamente, superando incluso con facilidad las intimidadoras panzas de burra.

En la parte alta de la canal, cuando esta se hace más ancha, Erik hubo de sacar la cuerda de la mochila para ayudarnos a los menos hábiles o más inexpertos, por lo general Lucía y yo, pues Jorge se desenvolvía muy bien y Avelino no le iba a la zaga. Algunos clavos que encontraríamos en la pared, junto con la correspondiente cinta, dejarían claro, en todo caso, que no habríamos sido los primeros en ayudarnos con la cuerda en este itinerario. No nos pondríamos arnés para utilizarla sino que nuestro guía nos la colocaría a la cintura, atada con un nudo de gaza, no corredizo, que es fuerte y seguro. Los buenos montañeros son tan expertos en hacer nudos como los marineros.

Así, fatigosamente, pero sin mayores problemas fuimos ascendiendo hacia lo alto de la interminable canal, buscando apoyos para los pies y agarres para las manos, unas veces avanzando solo por nuestros propios medios y otras sintiendo la tensión de la cuerda, que daba a la vez seguridad y fuerza.

Erik Pérez Lorente, asegurando el descenso.

Tras la Brecha Norte.

Al fin llegamos al final de la canal y divisamos más arriba otra de las referencias inevitables de la ascensión, la famosa Brecha Norte, que da acceso a la cara Sur de la montaña. Un gran espolón rocoso divide en dos el ámbito que se abría ante nuestros ojos. Abajo, a enorme profundidad, se divisaban las praderías de Vega Huerta, en uno de cuyos bordes había varias tiendas de campaña. La niebla, que había empezado a hacerse presente a retazos, nos tapaba los confines lejanos pero no la profundidad. A nuestra derecha aparecía la Aguja del Corpus Christi, alta, vertical, con la cima en forma de plano inclinado.

El pasaje que nos esperaba a continuación es uno de los más difundidos de la ascensión a Peña Santa, pues se trata del flanqueo de unas llambrias por un estrecho corredor bajo el cual se abre la verticalidad del abismo. Yo había oído o leído que la longitud de ese pasaje llegaba a los cien metros de longitud, cuando apenas serán quince. Y las llambrias ni eran tan pulidas ni tan verticales. No diré que se afronte sin tensión este tramo, pero no lo viví angustiosamente. Erik, en todo caso, nos lo hizo pasar “en ensemble”, o sea, atados unos a otros y manteniendo una distancia.

Frente a nosotros, y a pocos metros, se elevaba una mole cilíndrica. Todavía no era la cima, pero estaba casi a su altura, según nos dijo nuestro guía. Una vez que, perdiendo algo de altura, nos desplazamos hacia nuestra izquierda, ya de nuevo en la cara Norte, pudimos ver la cima verdadera, en la que había dos montañeros, seguramente los que nos habían pasado cuando escalábamos la Canal Estrecha. Pero para reunirnos con ellos aún nos quedaban no pocas fatigas.

En nuestro flanqueo por la pared Norte el primer problema serio sería salvar unas llambrias muy lavadas (lisas) y no menos inclinadas. Fue preciso usar de nuevo la cuerda para pasarlas uno a uno, utilizando la técnica denominada “en bavaresa”, para lo que hay que agacharse, pues la grieta horizontal a la que se sujeta el montañero queda por debajo de la cintura. La última dificultad fue la trepada por un canalizo, de nuevo con ayuda de la cuerda. Al desatarse solo había que caminar unos pasos para llegar a la cima. Eran las 12.55 de la mañana. Habíamos tardado casi dos horas y media en la ascensión propiamente dicha.

Subiendo por la Canal Estrecha de Peña Santa.

Subiendo por la Canal Estrecha de Peña Santa.

Pequeña y grandiosa cima.

La cumbre de Peña Santa, situada a 2.596 metros de altitud, es la máxima altura del Macizo Occidental de los Picos, también conocido como el Cornión. Es pequeña y, curiosamente, tiene acotado con un murete un pequeño recinto, lo que da idea de que alguien habrá vivaqueado aquí. Pedro Pidal en el relato de la primera ascensión al Naranjo de Bulnes cuenta que Gregorio Pérez y él ascendieron a Peña Santa dos días antes de coronar el Picu y que “El Cainejo”, que no había podido dormir la noche anterior para poder atender el recado del marqués para que se reuniera con él, aprovechó para echar una siesta en la cima mientras su compañero de escalada se extasiaba contemplando el paisaje.

El día de nuestra ascensión la niebla, que se extendía por el Sur, acotaba para sí parcelas de la grandiosidad del panorama, pero lo que se veía bastaba para hacer rebosar las aspiraciones del más exigente. Todo lo que captaba nuestra mirada era fantástico, desde los picos más cercanos (de El Torco a Peña Santa de Enol) hasta la lejanía. Un mundo vertical, de formas gigantescas que emergía de modo aparentemente caótico pero que respondía a comportamientos geológicos de alineamientos y despliegues retocados por las fuerzas erosivas era el ámbito grandioso en el que habíamos tenido la osadía de irrumpir.

No solo nosotros ese día. Pero tampoco muchos más, hasta siete u ocho personas. Según Erik Pérez Lorente, que por entonces ya llevaba más de noventa ascensiones a Peña Santa, esta montaña es mucho menos frecuentada de lo que merece su interés montañero, el mayor de todos los Picos, según opinaba el gran Pedro Udaondo, que, como escalador, acumuló el mejor historial de los Picos de Europa. Pero la lejanía de su ubicación, que obliga a marchas de aproximación muy largas –otra cosa sería con un refugio más cercano, en Las Barrastrosas o el propio Jou Santu–, actúa como agente disuasorio. Eso y la dureza de la ascensión. Erik no duda en afirmar que cuesta más ascender a Peña Santa que al propio Picu Urriellu.

Avelino Suárez, en la cara Sur, con la Aguja José del Prado a su espalda.

Avelino Suárez, en la cara Sur, con la Aguja José del Prado a su espalda.

Un descenso complicado.

La experiencia recuerda que una cumbre conquistada con gran esfuerzo nunca se disfruta con plenitud, porque la alegría por la conquista se ve ensombrecida por la preocupación por el descenso. Cuando, también con Erik como guía, subí al Urriellu, mi preocupación en la cumbre era el rapel del descenso, pues nunca había utilizado esa técnica, salvo en un breve entrenamiento en la tarde anterior. En la cumbre de Peña Santa mi temor no procedía de lo desconocido, sino de lo que acababa de conocer. Mis temores se confirmaron. El descenso fue tenso y difícil, al menos en mi caso. Pero lo culminamos sin incidentes gracias a la profesionalidad de nuestro guía, que nos hizo sentirnos seguros en todo momento, a costa de recurrir a la cuerda todas las veces que nuestra inseguridad o miedo lo reclamó. Las llambrias y placas de la parte alta parecieron más difíciles de destrepar que de trepar. Y sin duda el descenso de la Canal Estrecha resultó más complicado que el ascenso, aunque Avelino y Jorge lo bajaron como si nada, salvo en un par de ocasiones en que Erik utilizó con ellos el mismo sistema que con Lucía y conmigo: dos cuerdas, una amarrada a la cintura, que garantizaba que no caeríamos al vacío, y que, si caíamos, nos retendría, como me pasó en una ocasión, mientras que otra, que sujetábamos con una mano, nos permitiría orientar la bajada. Así llegamos sin novedad hasta donde nos aguardaban nuestras mochilas. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. Habíamos pasado, por tanto, 5 horas y 45 minutos en las paredes de Peña Santa.

Allí mismo comimos algo y lo hicimos con entera satisfacción. Todos teníamos motivos para estar contentos. Quizá más que nadie, Lucía, que apenas sin experiencia montañera, no se había arrugado en ningún momento ante unas dificultades que habrían hecho dudar a más de un veterano. Como arquitecta que es, había sido capaz de empezar una casa por el tejado y luego acabarla.

Para bajar al Jou Santo no utilizamos la ruta de la mañana, sino una más larga pero menos exigente, que nos llevó a la Fuente de Las Balas, en el fondo de uno de los tres grandes jous secundarios que acoge el gran Jou Santu. Luego, en el largo regreso hacia Pandecarmen, donde habíamos dejado nuestros vehículos, todo fue caminar. Más abajo de Vegarredonda nos cogió la lluvia. Llevábamos ropa para afrontarla, como hay que hacer siempre que se sale a la alta montaña, y no nos importó nada. ¿Qué era ese problema al lado de lo que habíamos conseguido?

¿Cómo se llama? Peña Santa

Habíamos subido a la montaña más importante del macizo, que por muchos motivos –altitud, dimensiones (su línea de cumbre se alarga casi dos kilómetros), belleza y dificultad– es la reina indiscutible del Cornión o Macizo Occidental de los Picos de Europa. Pero al nombrarla surge la polémica. Durante algún tiempo pareció prevalecer la denominación de Peña Santa de Castilla. Otros la denominaban Torre Santa, con apellido castellano o sin él. Para nuestro inmejorable guía en la ascensión, Erik Pérez Lorente, no hay duda de que el verdadero nombre es Peña Santa, sin más. Y lo argumenta. Desde la reforma administrativa de 1833, que estableció los actuales límites de las provincias españolas, Peña Santa está en territorio leonés, pero sus antecedentes son claramente asturianos en la medida que lo es su situación geográfica. Peña Santa, dice Erik, es una montaña asturiana. Pero, incluso aunque no se reconozca su raigambre histórica y geográfica, no parece haber, sin embargo, argumentos para añadirle un apellido que suena a postizo y, paradójicamente, parece haberle sido puesto desde Asturias, pues solo los asturianos llaman Castilla a León. Remacha de forma memorable ese clavo Guillermo Mañana en una de las dos monumentales obras que ha dedicado a los Picos de Europa, “En torno a la Peña Santa” (1994) y “La Garganta del Cares” (2004). Monumentales en todo, desde el contenido, pródigo en investigaciones en todos los órdenes, incluido el histórico, hasta la presentación, pasando por la exploración palmo a palmo del terreno y, desde luego, como es propio en él, concediendo a los habitantes de la zona el protagonismo que merecen. A partir de esa consideración, ¿pudo parecer extraño que preguntara a los vecinos de Caín, que administrativamente pertenece a León, por el nombre de la gran montaña que se comunica con el pueblo a través de la Canal de Mesones? ¿Acaso no son ellos los que están más cerca de ella, como lo estuvieron sus antepasados, que fueron transmitiendo de generación en generación sus conocimientos sobre el entorno en el que se desarrollaron sus vidas? Lo que se salió de lo habitual fue cómo lo hizo. Pidió a los actuales vecinos de Caín, uno por uno, que escribieran el nombre por el que conocían a la montaña y lo firmaran. Recogió 74 testimonios. Todos, sin excepción, escribieron Peña Santa, sin más. Guillermo Mañana dedicó dos páginas de “La Garganta del Cares” a reproducir esos testimonios. Ahí quedaron para la posteridad.

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