La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Mágicas montañas / y 9

Y tou en Torrecerreo

La subida a la cumbre más alta de los Picos se convirtió en un compendio afortunado del montañismo: la conquista compensa el esfuerzo

El grupo, al borde del Jou de Cerredo. De izquierda a derecha, Alberto, Andrés, Paco Fernández, Melchor, Obdulio, Ana, Tom, Lucía y Chucho López. Como fondo, Torrecerredo a la izquierda, la Torre de Labrouche a su derecha y el Pico de los Cabrones en el centro. Hizo la foto Isidoro Nicieza.

José Benito Álvarez-Buylla, a quien tuve la suerte de conocer y tratar, parecía por sus modales e indumentaria un genuino gentleman. Y de eso algo había, pues era profesor de literatura inglesa, especializado en los siglo XVI XVII, y en particular, en el poeta John Donne. Pero, a la vez, era, como asturiano, uno de esos modelos, por desgracia no muy abundantes, en que deberíamos fijarnos todos. Gran conocedor de la montaña asturiana, le dedicó versos magníficos, parte de los cuales Gráficas Summa reunió en un libro no venal, “Alta Soledad”. Dentro de un ejemplar de ese volumen conservo el recorte de la bella necrológica que, a su muerte, en febrero de 1981, le dedicó Manolo Avello en su columna habitual de LA NUEVA ESPAÑA. Incluía la reproducción de “Himnu a la xoventú d’Asturies”, un poema en asturiano tan hermoso que no dudé en aprenderlo. Un fragmento del poema expresa estos deseos:

Sentime migaya’n Peñes

Sentime n’Ovieu enteru

Nada na Foz de Moñacos

Y tou’n Torrecerreo.

A Torrecerredo ya lo conocía yo relativamente de cerca, como desde la Vega de Ario, o el Jultayu o el Tesorero, pero el verso de José Benito implicaba el reto de alcanzar la plenitud como asturiano en su cima y eso se convirtió para mí en una ambición, casi utópica. Por suerte, pude consumarla pronto. El 25 de agosto de 1992 subimos a la gran torre de 2.648 metros, techo de los Picos de Europa y de todo el Cantábrico, un grupo formado por Obdulio Fernández y sus hijos Tom y Ana; Isidoro Nicieza y su cuñado Andrés; Alberto Palacio; y mi hija Lucía y yo. Ana y Lucía, con 17 años, eran las más jóvenes del grupo. Llevamos como guía a Chucho López. Y nos acompañó como colaborador muy especial Francisco Fernández, un granadino de 23 años que ese mes estaba haciendo historia en el Picu. Si el día 3 había encabezado la cordada que había establecido un récord impresionante al hacer la Directísima de la Cara Oeste del Picu Urriellu, o “Vía Murciana” –una vía ED (extremadamente difícil), en 6 horas, tres menos que el mejor precedente conocido–, el día 26, o sea, al siguiente de coincidir con nosotros, protagonizaría, en colaboración con José Antonio Piñero, la primera escalada en libre del “Pilar del Cantábrico”, hazaña montañera aún mayor, sobre la que ese mismo año publicaría un detallado artículo en “Desnivel”, en el que cuenta lo tremendamente mal que lo pasaron para conseguir un casi imposible.

En la cumbre de Torrecerredo, a 2.648 metros de altitud. Agachados, Juan Fernández, Tom y Andrés. De pie, Alberto, Ana, Obdulio, Lucía, Melchor y Nicieza.

Bajo la Vía Láctea.

Habíamos llegado al refugio de Vega de Urriellu hacia las seis de la tarde del día anterior, tras una subida en la que el sol nos castigó a conciencia. El refugio estaba recién ampliado y Tomás Fernández nos enseñó con satisfacción las nuevas instalaciones. Ana y Lucía subieron a tocar el Naranjo y permanecieron un largo tiempo sentadas, con la espalda apoyada en la vertical pared de la cara Oeste. Cenamos, según quedó apuntado en mis notas, calamares con arroz blanco y huevos fritos con salchichas. El refugio tenía ahora una amplia despensa, bien surtida. El duro porteo de antaño había sido sustituido por el abastecimiento en helicóptero. Y Las baterías de placas solares instaladas en el exterior de la techumbre surtían de electricidad al edificio. Tras la cena y después de una larga y divertida sobremesa con Adrián, un inglés que vivía en Asiegu y traía a compatriotas para realizar duras excursiones por los Picos, salimos al exterior. La noche, que había llegado entretanto, nos tenía reservada una maravillosa sorpresa. La luna, en cuarto muy menguante, cedía todo el protagonismo lumínico a las estrellas en un cielo increíblemente tachonado, que se exponía ante nuestros maravillados ojos. Se veían con claridad hasta las nebulosas. La Vía Láctea destacaba entre todas, pues se la percibía nítidamente como la mancha lechosa a que alude su denominación. Pero el asombro no había alcanzado aún su zenith. Cuando, tras separarnos unos pasos en busca de una mayor soledad, giramos la vista hacia atrás nos encontramos con la negrísima silueta del Picu netamente recortada sobre aquel cielo azul oscuro. Y era altísima, imponente, a la vez etérea y pesante; sobrecogedora.

La aproximación.

Ocupamos uno de los cuatro grandes dormitorios de que dispone ahora el refugio. Nos levantamos a las siete de la mañana, desayunamos y una hora más tarde nos pusimos en camino. El día era espléndido, sin una nube en el cielo. Nuestro primer objetivo, la Corona el Rasu, lo teníamos a la vista, pues está enfrente del refugio, muy hacia lo alto, tanto que parece inaccesible salvo para escaladores. Pero se puede subir andando, aunque la pendiente del camino se endurezca progresivamente. Solo al final hay que usar las manos para ayudarse a trepar por una corta y estrecha entalladura, la Brecha de los Cazadores, antesala de la Corona el Rasu. Es un precioso observatorio del Picu, por su cara Oeste, y su entorno, en el que destaca Peña Castil. Es un sitio tan espectacular que exige hacer fotos. Respondimos a esa exigencia.

El siguiente tramo sería de los más llevaderos de la jornada. Se trataba de faldear, siguiendo un camino más bien tendido y cómodo, la espalda del Neverón de Urriellu para alcanzar la Horcada Arenera, que forman ese pico y las Torres de Arenizas. Desde la horcada ya se ve la parte superior de la Torre de Cerredo. Pero más cerca se veía uno de los jous que habríamos de cruzar para acercarnos a nuestro objetivo máximo. Hacia él bajamos para comenzar de inmediato una muy dura marcha por pedreros donde el camino, apenas señalizado por jitos, se borra a menudo y exige cruzar por llambrias más amenzadoras que peligrosas y realizar trepadas y destrepes. Es un mundo salvaje y solitario –un malpaís, como llamaban antaño a estos parajes a los que no se veía la posibilidad de un aprovechamiento económico– en el que la vida, aparte del paso ocasional de montañeros, se reduce a la presencia de rebecos y, en el plano vegetal, a la de unas valerosas flores de largos tallos. Y sorprende la abundante presencia de mariquitas, esos insectos rojos moteados que provocan más curiosidad que rechazo.

En el Jou de Cerredo.

El camino, si se puede llamar así, se bifurca. El ramal que, hacia la derecha, se dirige hacia el refugio José Ramón Lueje, en el Jou de los Cabrones, es, al menos, visible. El que seguimos nosotros se borra por completo. Remontamos la ladera que cubre una infernal pedrera. Cuando la coronamos tenemos a nuestros pies el gran Jou de Cerredo. Y enfrente y en lo alto la Torre de Cerredo, de cima plana, con la Torre de Labrouche a su derecha; y algo separado, pero unido por una larga y ondulada arista, el Pico de los Cabrones. Torrecerredo, vista desde aquí, me parece inexpugnable. “No subiré”, pienso para mí, sin atreverme a proclamarlo en voz alta. Tampoco me atrevo a consultar si aquella huella algo sinuosa que parece adivinarse en la base de la torre indica la vía que debemos seguir. Pero alguien hace por mí esa pregunta. Y la respuesta del guía confirma mis temores. Ciertamente, por ahí subiremos.

Un alto en la Corona el Rasu, con la cara Oeste del Picu Urriellu al fondo, donde el escalador granadino Paco Fernández, segundo por la derecha, protagonizaría dos memorables hazañas en ese mes de agosto de 1992. La segunda, escalar en libre el “Pilar del Cantábrico”, la haría, en compañía de José Antonio Piñero, al día siguiente de acompañar a este grupo en la subida a Torrecerredo.

Enjilados en la torre.

De nuevo en marcha. Piedras y peñas. Soledad, desolación. Pero a la vez bellísimas cumbres, doradas a esta hora del día, afiladas, truncadas. Torres, como con propiedad las llaman aquí. Nuestro guía lleva en la mochila un transmisor, con el que se mantiene en contacto con Tomás, el responsable del refugio de Vega de Urriellu. “Cuando lleguéis a la base me avisas”, lo había dicho en el último mensaje. Y es precisamente cuando llama al refugio para transmitir esa novedad –“Estamos en la base de Torrecerredo”– que nos enteramos de que estamos al pie del objetivo. No sabría decir como hemos llegado hasta aquí. Miro hacia arriba y veo una pared escarpada, irregular, rematada por una mole rocosa de la que parece avanzar una especie de balcón. El grupo, que se había ido desperdigando –Lucía y Ana, las más jóvenes, siempre han ido entre los avanzados– se ha reagrupado. Chucho parece satisfecho. “De tiempo vamos de puta madre”, dice. Chucho, de Sotres, 22 años, va de moderno, con el pelo corto, patillas largas y perfiladas y pendientes en las orejas. Habla el castellano cheli de cualquier chico de su edad. Pero no olvida la lengua propia. Cuando Nicieza le pregunta “¿Por dónde nos vas a meter, Chucho?”, responde: “Como dicen en mi pueblo, os voy a enjilar por ahí”. Y señala una especie de canal vertical que va derecha a la cima.

Con pasamanos de cuerda.

Comenzamos a caminar hacia arriba. A poco, el avance se convierte en trepada, para lo que las manos tienen buenos agarres y los pies, apoyos abundantes. Los libros que había consultado en días anteriores describían la subida a Torrecerredo, calificada de “poco difícil inferior”, como una ascensión por gradas. Seguro que es así, pero centrado como va uno en lo inmediato, pierde la visión de conjunto. Y cuando mira hacia arriba tiene la sensación de que la cima sigue igual de lejos. Llegamos a una especie de rellano junto al que hay una pequeña oquedad y allí nos reagrupamos. Nuestros guías dicen que van a colocar una cuerda. No será para que nos atemos sino para que haga función de una especie de pasamanos vertical que nos dé confianza para subir por ese tramo, más vertical que los anteriores.

Paco Fernández se adelanta y sube por la pared con la cuerda al hombro. No vemos donde está cuando la suelta hasta nosotros. Alberto y Lucía son los primeros en iniciar el ascenso. Luego les vamos siguiendo los demás. Cuando me llega el turno, subo con una facilidad que no deja de sorprenderme. Agarro la cuerda a veces con la mano derecha y otras con la izquierda. En ocasiones no la toco. Está claro que su función es darnos confianza. Aplico normas que proceden de la propia experiencia. La primera, no mirar abajo. Y recordar que para avanzar seguro hay que tener siempre bien fijos “tres puntos de apoyo”, tal como me insistieron cuando alguna vez bajé a la mina, pues es norma que siguen nuestros mineros para moverse en torno a las capas verticales, tan abundantes en el yacimiento asturiano. Cuando al fin alcanzo el término de la cuerda, que yo suponía que sería el final de un tramo, pregunto: “¿Falta mucho para la cima?”. La respuesta es la mejor sorpresa del día: “¡Ya estás en ella!”

La cumbre de las cumbres.

Aún sin creérmelo del todo, rodeo una roca y comprendo que es verdad que estoy en lo más alto. Veo el vértice geodésico que preside la irregular plataforma en cuya base una placa metálica indica los 2.648 metros que tiene esta cumbre de cumbres, de apenas 40 metros cuadrados de irregular superficie, que comparten Asturias y León, pues es un pico fronterizo. Y me abrazo con todas mis fuerzas con mi hija. Trato de disfrutar del momento, superando esa sensación de que la plenitud y el vacío llegan a confundirse. Y puedo, como una liberación proclamar el “Tou’n Torrecerreo”, aunque ese episodio merezca un relato aparte. Miramos alrededor y es verdad que estamos en lo más alto. Por si no lo teníamos claro, un buitre pasa volando por debajo de nosotros. Y luego buscamos referencias, porque mirar es elegir, pero aquí se hace casi imposible, porque lo que se ofrece alrededor resulta excesivo.

En torno nuestro, pero a distancia de respeto, todo son cumbres y desplomes. Tratamos de identificar picos. El Llambrión es solo seis metros más bajo que Torrecerredo, pero no tiene su llamativa identidad. Isidoro localiza Peña Vieja, a donde subió la semana pasada, y el Tesorero y, con prismáticos ve que en ambas hay montañeros. Si alguna montaña destaca desde aquí es Peña Santa. Y, claro está, hay que fijarse en las ilustres cercanías. Ninguna antes que el risco de Saint-Saud y la Torre de Labrouche, que llevan los nombre de primeros conquistadores de esta cumbre, en 1892. Luego, la Torre Bermeja. Y, por supuesto, el esbelto Pico de los Cabrones, unido a Torrecerredo por una larga arista. La vista se dirige después a la gran depresión del Cares, por encima de la cual encontramos Ario. Y con esa referencia es fácil hallar la Canal de Trea, más que el Jultayu, tan modesto.

Tom Fernández realiza una panorámica con la cámara desde el vértice geodésico de la cumbre de Torrecerredo.

Un duro regreso.

Comimos en la misma cima, con lo que agotamos unos tres cuartos de hora de estancia en ella. Francisco Fernández, el escalador granadino, no comía carne. Y emprendimos el regreso. La bajada nos dio –mucho más que la subida– una idea cabal de la verticalidad de la pared. Fue preciso extremar la atención en los primeros tramos para elegir los apoyos adecuados. Nuestros guías nos pidieron que bajáramos de cara a la pared. En dos tramos nos pusieron la cuerda, sin amarrarnos, para que dos diera más seguridad. Y así llegamos a la base, donde nos encontramos a Adrián, el inglés, con tres clientes, a los que se disponía a subir.

El grupo se estiró como en la subida y de nuevo Ana y Lucía se colocaron en cabeza. Yo empecé a sentirme muy cansado y, sobre todo, a tener mucha sed. Me quedé al final del grupo, acompañado por Isidoro Nicieza, que se convertiría en el generoso samaritano que me acompañaría en una travesía que se me haría interminable. Porque no tardamos en descubrir que lo que me ocurría es que me había deshidratado. Y nos habíamos quedado sin una gota de agua. Había dejado de sudar y la lengua y el paladar se habían convertido en lija, hasta el punto de que parecían sonar si entraban en contacto. No es recomendable coger agua de los neveros porque en ellos se acumula la suciedad, pero Isidoro, para aliviar mi sufrimiento, bajó hasta varios de ellos para escarbar en la nieve que mantenían, meter varios trozos en la cantimplora y luego batirla. Con el líquido así obtenido, al menos refrescaba por unos momentos la boca y luego lo escupía. Si lo hubiera tragado, además de incurrir en el peligro de contaminarme, no me hubiera servido de nada, por la falta de sales minerales que tiene el agua de nieve. Por fortuna tuve fuerzas suficientes para alcanzar la Horcada Arenera. Luego fue todo cuestión de paciencia y aguante. Por si fuera poco, empecé a sentir molestias en los pies. Pasamos la Corona el Rasu e iniciamos la bajada hacia el refugio de Vega de Urriello, que se me hizo larguísima. Nicieza se adelantó, mientras Alberto se rezagaba a acompañarme. De pronto, cerca del refugio, apareció Isidoro con una cantimplora llena de agua en la mano. Nunca en mi vida bebí con tanta felicidad.

En el interior del refugio me curé les angüeñes que, por si no hubiera sido suficiente escarnio la deshidratación, me habían salido en los pies. En poco tiempo, tras haber comido algo y, sobre todo, haber bebido, me encontré recuperado. El descenso lo hicimos con normalidad. Poco antes de las nueve llegábamos a Pandébano, donde habíamos dejado los coches.

Una satisfacción expansiva y una sombra.

Si la emoción vivida en la cumbre fue muy intensa, no solo por la conquista de un objetivo que me parecía fuera de mi alcance sino también por compartirlo con mi hija, esa satisfacción fue expansiva y creció en los días siguientes. Al rememorarla ahora, tanto tiempo después se convierte en un recuerdo grato sobre el que, sin embargo, se posa una sombra: solo dos años después nos llegaría la noticia de que Paco Fernández, el fantástico escalador granadino que nos ayudó en la ascensión, había fallecido en la zona hindú del Himalaya al sufrir una caída en un rapel.

Durante el tiempo que compartimos con él nos pareció un chico estupendo, tan modesto como callado. Y nos admiró a todos su forma de moverse por el monte, por muy cuesta arriba que fuera: de ligero que iba más que caminar, levitaba. Cuando murió tenía solo 24 años y había protagonizado ya hazañas alpinísticas impresionantes. Quién sabe hasta donde habría podido llegar.

A la cámara, Tom Fernández

En el grupo que subió ese día a Torrecerredo llevábamos un director de cine. No lo sabía todavía ni él. Tom Fernández, uno de los dos hijos que acompañaron a Obdulio Fernández –la otra fue Ana–, era, además de un chico de un carácter encantador, una persona imaginativa y soñadora, que trataba de encontrar su camino en la vida. Tenía, eso sí, alma de creador, como se advertía en los preciosos relatos cortos que escribía a veces. Y le tentaban el teatro y el cine. Pero yo creo que no había cogido una cámara en sus manos hasta entonces. Aquel día teníamos una Metz VHS-C, que yo había comprado dos años antes en Canarias. Si la subimos con nosotros fue gracias a que Isidoro Nicieza se prestó a llevarla en su mochila, aunque pesara lo suyo. Al borde del Jou de Cerredo ya empezó a tentar a Tom, que nos filmó a nosotros, el paisaje y hasta a unas mariquitas. Y en la cima de la torre ya quedó decididamente en sus manos.Yo le pedí que grabara mi recitado de los versos de José Benito Álvarez-Buylla, pero hubo que hacer una segunda toma, porque con la emoción del trance me atasqué en el momento culminante. A la segunda salió bien. Y Tom pudo hacer luego unas estupendas panorámicas que quedarían para la posteridad, porque puso en ellas la intención creativa que en él era innata. Lástima que el paso a otro formato digital restara calidad formal a esas imágenes, que conservo. El futuro creador de “La torre de Suso” y “Para qué sirve un oso” no pudo ir más arriba a dar sus primeros pasos en el cine.

Compartir el artículo

stats