Camino a la estación de tren de Oviedo, la estatua de Woody Allen me saluda con un bostezo: es tan pronto que, por primera vez desde que llegué a Asturias, vi la fecha grabada en hierba en el parque San Francisco sin actualizar. Si bien hacer madrugar a un periodista deportivo tiene pecado, el motivo no es baladí: voy a tomar el mítico tren fluvial para vivir, por primera vez, un Descenso del Sella.

El tren fluvial. | JAVIER SÁMANO

«¡Hostia, la mascarilla!», se escucha decir a un joven al subirse al «Piragüero», como se llama al citado tren: el cubrebocas, obligatorio en el transporte público, nos recuerda que aún convivimos con vestigios pandémicos. La luz del tren es ocre, con sus sofás tapizados en cuero y unas mesitas de lo más elegantes, como sacadas de la taberna más distinguida de un «western» sesentero.

Pasajeros ayer en el tren fluvial. | JAVIER SÁMANO

El aire evocador de los vagones encaja con los primeros pasajeros que lo pueblan: gente elegantemente vestida, por lo general de edad avanzada, salvando algunos niños que, acompañados por sus padres, contribuyen con su silencio a la mansa atmósfera. Por la ventana, se ve al sol acompañar, radiante, la estampa bucólica propiciada por el verdor de la montaña asturiana. No había manera de evitar una cabezadita mañanera.

Reina la paz… Hasta que llegamos a Infiesto. Junto al andén aguarda un ejército de personas ataviadas con camisetas amarillas. Se hacen llamar los Tritones. Entran al tren en estampida, con sus botellas de calimocho y cantando a grito pelado; incluso se arrancan con un «¡Florentino, dimisión!». No sé si por cachondeo o porque aún perdura la desilusión por Mbappé. Gracias a esta horda amarilla, atravesada por tres generaciones, entiendo lo que significa el Descenso, su valor como eje vertebrador de la «asturianía»: todos cantan las mismas canciones, se ríen de los mismos chistes y, en definitiva, celebran estar juntos gracias a una tradición que los une.

Nada más estacionar en Arriondas, los tritones acuden raudos a descargar la vejiga en un prado cercano. «¡Pero si hay baño en el tren, hombre!», se queja con toda la impotencia del mundo un empleado de seguridad. Tras orinar, la masa amarilla se reagrupa para teñir de color, decibelios («I love Sella! ¡Me gusta el Sella!») y jovialidad las ya de por sí animadas calles de Arriondas.

Presenciando el espectáculo tritonero, me topo con un rostro conocido que me hace sentir, por un segundo, que estoy en mi Cantabria: Miguel Ángel Revilla. Al presidente, en esta ocasión, no lo acompañan dos hormigas de peluche sino personas de carne y hueso: Salvador Illa y Adrián Barbón.

De vuelta en el tren, me espera lo que a las 12 de la mañana bajo un calor sofocante se me antoja un banquete: un «bollu preñao» y una cerveza bien fría. Enfrente de mi asiento, una familia santanderina disfruta viendo a los palistas a través de la ventana. A mi lado, Patrick sostiene a su hija Carmen en su regazo. Vienen de Holanda «ex profeso» porque la mujer de Patrick, también madre de Carmen, participa en la prueba: si el Descenso se apellida «Internacional» es por algo.

De mi primer Sella me llevo dos conclusiones. Una: volveré. Dos: papá, quiero ser tritón. Firmado: un cántabro.