Los rayos y la actividad eléctrica que se genera en las nubes, por muy débil que sea, limpian la atmósfera. Y es que cuando se ilumina el cielo, se desprenden unas moléculas que son capaces de romper los gases de efecto invernadero, como el metano, el ozono o el óxido de nitrógeno, logrando restaurar el equilibrio atmosférico.

Cuando un rayo descarga toda su energía, se producen unas cantidades importantes de radicales de hidróxilo (OH) y de hidroperoxilo (HO2), que se mantienen confinadas dentro de las nubes, oxidando la atmósfera y limpiando el ambiente que los humanos han contaminado durante décadas.

Es lo que ha demostrado un grupo de científicos norteamericanos que hace unos años decidieron sacar del cajón unos extraños datos obtenidos a raíz de las mediciones de un vuelo en avión realizado en 2012.

En aquel entonces, los investigadores querían conocer los cambios químicos que se producían en la atmósfera durante las tormentas eléctricas y, por eso, decidieron surcar el cielo durante uno de esos temporales.

El avión viajó desde Colorado hasta Oklahoma en 2012. Un viaje corto, de apenas 1.126 kilómetros, muy similar a la que hay entre La Coruña y Málaga. Durante la travesía los investigadores hicieron ciertas mediciones cuyos resultados no se correspondían con nada de lo que hubieran observado previamente.

“Nos percatamos de que aparecía una inmensa señal de estos radicales (OH y HO2) dentro de las nubes; lo primero que pensamos es que nuestro instrumento estaba fallando”, explicó William H. Brune, profesor de meteorología de la Universidad de Pensilvania.

Ya por entonces se sabía que las descargas eléctricas son capaces de cambiar el estado químico del agua (H2O) contenida en las nubes separándola en estas moléculas.

Pero los datos no tenían sentido: en ningún momento el avión pudo surcar las partes del cielo donde estaban cayendo rayos, porque, claramente, sería demasiado peligroso. “Asumimos que el instrumento estaba generando ruido, así que eliminamos esas señales y continuamos el estudio sin ellos”, señala.

Los datos durmieron casi una década en un cajón del despacho de Brune, hasta que un día decidió darles una segunda oportunidad.

Aún algo desconcertado por lo que estaba leyendo, empezó a revisar de nuevo aquellas ingentes cantidades de OH y HO2,  hasta que empezó a pensar que tal vez no había sido ruido, sino que de verdad aquellas nubes habían generado esas grandes cantidades de hidróxilo e hidroperoxilo.

De inmediato comenzó, junto a un alumno, a trabajar en una hipótesis que no parecía tan descabellada. Quizás no hacía falta un rayo para generar la reacción química; el mero hecho de que la electricidad dominara en las nubes podría ser suficiente.

Los resultados, que se publicaron hace tan solo un mes en la revista Science, demuestran que finalmente, Brune tenía razón: no hace falta que se generen rayos para que se produzca esa reacción química, ni siquiera que se produzca una luz visible.

“En la historia, la humanidad solo se ha interesado por los rayos a causa de lo que hacían en tierra”, indica Brune, que recalca que el campo se está expandiendo. Como afirma el investigador: “Está creciendo el interés en las descargas eléctricas más débiles de las tormentas eléctricas”, es decir, aquellas que las nubes retienen y nunca llegan a salir.

Y es que la mayoría de relámpagos nunca acaban tocando el suelo, y es importante cuando no lo hacen y quedan confinados en las nubes, dado que es entonces cuando más limpian el ozono (O3) circundante, uno de los gases que contribuyen al efecto invernadero.

La correlación era clara. En aquellas áreas poco iluminadas por la tormenta eléctrica donde los investigadores encontraron grandes cantidades de hidroxilo y hidroperoxilo, también encontraron muy poca cantidad de ozono y nada de óxido de nitrógeno -otro gas producido por la combustión de los vehículos-.

“Si estas descargas eléctricas no visibles ocurren con frecuencia, los modelos atmosféricos deberían cuantificar el hidróxilo y el hidroperóxilo que desprenden”, insiste el investigador. Por el momento, no es así.

Los investigadores hacen hincapié en la importante contribución de este fenómeno recién descubierto. “El OH que se produce por las descargas eléctricas en tormentas alrededor del globo pueden estar contribuyendo a la oxidación entre el 2% y hasta el 16% mediante esta molécula”, señalan, aunque admiten que hay un gran margen de incertidumbre.

Y no lo pueden saber con seguridad, porque “solo son unos pocos datos de Oklahoma a Colorado”, como insiste Brune. “No sabemos cómo aplicar nuestros resultados al resto del globo, dado que la mayoría ocurren más hacia el trópico y allí podría ser diferente”, matiza.

Artículo de referencia: 10.1029/2021JD034557

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