Oviedo, Marcos PALICIO

Vigilan, porque no saben el día ni la hora. Los seis cocineros asturianos con siete estrellas en la guía Michelin juegan a un juego peculiar del que desconocen las reglas. Han ganado sin saber cómo. Perciben, sí, que dos veces al año reciben a un inspector que evalúa sus restaurantes, pero también que en todo esto «no hay un guión establecido. Es todo muy ambiguo, muy subjetivo, cada uno puntúa a su libre albedrío», describe Pedro Morán, el más veterano de los chefs asturianos con estrella. Ni en su Casa Gerardo de Prendes (Carreño) ni en Casa Marcial de La Salgar (Parres), recién ingresado en el club de las «dos estrellas» de la mano de la cocina de Nacho Manzano, los interesados han traspasado la frontera de las intuiciones y las sospechas. El paladar está lejos de ser una ciencia exacta y no existe el baremo ni la certeza de cómo proceder para obtener un resultado concreto. A lo mejor ahí reside el encanto. «Yo lo comparo con la selección española», tercia José Antonio Campoviejo, responsable de El Corral del Indianu, en Arriondas. «Igual que en España hay cuarenta millones de seleccionadores, también hay dos millones de inspectores Michelin. Hablan todos los que hay alrededor, pero al final los que deciden son ellos y hacen lo que quieren».

Pero la policía no es tonta y los años dan motivos para sospechar de las mesas de un solo comensal o reservadas desde direcciones en algún caso conocidas, a veces en días o noches intempestivas que en ocasiones encuentran al cocinero casi solo, sin servicio de sala. El extremo son las anécdotas que cuenta Pascal Remy, un ex inspector francés despedido de la Guía, en su libro «El inspector se sienta a la mesa». Allí, aparte de intentos de soborno más o menos evidentes, se cuenta, por ejemplo, que una evaluadora obstinada en pasar inadvertida fue recibida en un restaurante francés por «la brigadilla de cocina en pleno, desde el chef supremo hasta el encargado de picar el perejil». Sin llegar a eso, en Asturias hay quien acaba sabiendo, al menos a posteriori, cuándo y quiénes le han evaluado, pero lo más hermético seguirán siendo los criterios. Koldo Miranda, una estrella desde 2006 con el restaurante que lleva su nombre en Illas, se pregunta y no se responde «cómo es posible que hayan premiado a unos y no a otros».

¿Qué da estrellas? ¿Cuánto pesa la cocina, el servicio, las instalaciones...? Los aludidos no lo saben y puede que las pautas estén muy lejos de las matemáticas. También en la guía, que acaba de cumplir cien años en España y lleva en el mercado francés desde 1900, ciertos modos de valorar se van actualizando. «Los parámetros están cambiando», intuye Gonzalo Pañeda, «estrella» desde 2003 en La Solana de Gijón. «Ya no se valoran tanto algunos lujos que en otros tiempos eran prioritarios. Antes, un "tres estrellas" era el lujo absoluto, era "Zalacaín"». Hace años, interviene la experiencia de Miguel Loya, del Real Balneario de Salinas y con cocina «estrellada» desde 2005, a un «tres estrellas» de los de toda la vida no se accedía sin corbata. Ahora «entras en El Bulli con playeros», dice Pañeda. Tampoco son tontos y también cambian los inspectores, sobre cuyo atuendo «no hay consignas», contaba Remy, «la dirección deja hacer, arguyendo que es deseable una cierta variedad».

Sobre la labor de conceder y retirar estrellas, dice la versión oficial del fabricante francés de neumáticos que los inspectores viajan de incógnito y «sólo se identifican cuando necesitan obtener datos complementarios». En cifras, en un año, un examinador de Michelin come cerca de 250 veces en restaurantes y pasa 150 noches en hoteles. Adicionalmente, cada uno visita otros 800 establecimientos más y escribe 1.100 informes. En total, unos 30.000 kilómetros al año. Así han salido los nombres de los 2.205 hoteles y 1.680 restaurantes españoles seleccionados en la guía para España y Portugal de 2010. Las 137 estrellas que permanecen este año, entre ellas las siete asturianas, se conceden después en encuentros especiales, dos al año, a los que asisten el redactor jefe de la publicación, los inspectores y el director de las guías Michelin.

Los que la tienen lo celebran aunque sólo puedan elucubrar lejanamente por qué. Algunos de los que la han perdido la lloran, nadie tanto como el chef francés Bernard Loiseau, que se suicidó después de que la guía «Gault Millau» rebajase la calificación de su restaurante y de recibir una advertencia de Michelin sobre el peligro de tercera estrella. No tuvo que haber sido necesariamente sólo por eso, pero al final, no se la quitaron.

Sin llegar a tanto, esa incertidumbre ha cansado a otros grandes de los fogones. Fue «el estrés y la angustia» lo que, según confesión propia, llevó a otro chef francés, René Jugy-Berges, a devolver voluntariamente su estrella. No es el único. Olivier Roellinger seguía los pasos de Joël Robuchon o Alain Senderens al emprender el camino de vuelta de la gloria Michelin.