El Bulli no defrauda. El restaurante de Ferran Adrià en Cala Montjoi (Gerona) supera con creces las expectativas del comensal que acude a este templo de la gastronomía que cerrará sus puertas en 2011. Cuando se accede a la casa del considerado uno de los mejores cocineros del mundo y comienza la ceremonia gastronómica que se prolongará durante las cuatro horas siguientes, el cliente comprende por qué conseguir una mesa en este lugar es una tarea tan difícil y casi imposible para la mayoría de quienes la solicitan con meses e incluso un año de antelación. El motivo es el elevado número de peticiones procedentes de todos los rincones del mundo. Dado que el restaurante sólo permanece abierto seis meses al año y únicamente ofrece un servicio al día, la posibilidad de pertenecer al grupo de los 50 afortunados (25 españoles y 25 extranjeros) que diariamente pueden disfrutar de los 40 platos del menú que elabora el equipo de Adrià es prácticamente inalcanzable.

Pocas o muy pocas de las personas que acuden al Bulli se arrepienten de haber esperado meses por una mesa o haber pagado una abultada minuta. ¿Por qué? ¿Qué ofrece este establecimiento para ser tan demandado, famoso y elitista?, se preguntan los que no lo han visitado. Se trata de un lugar muy exclusivo pero, paradójicamente, sin lujos ni estridencias. Su decoración rústica recrea un ambiente acogedor y sin encorsetamiento. A ello también contribuye el personal -la plantilla está integrada por 70 personas-, que atiende con el máximo respeto y la justa cercanía para agradar al cliente sin agobiarlo. Pero, sobre todo, lo que ofrece El Bulli es una cocina artística, sabrosa, de calidad y buena digestión.

La fiesta gastronómica del Bulli comienza nada más cruzar la puerta. Antes de acceder a la mesa, los comensales visitan la cocina, contemplan el quehacer ágil y silencioso del numeroso grupo de cocineros y están invitados a hacer cuantas fotos deseen y preguntar cualquier curiosidad sobre la actividad que en ella se desarrolla. Las respuestas llegan tanto del personal como del propio Ferran Adrià, que da la bienvenida y comparte unos minutos de charla con sus clientes antes de invitarlos a pasar al comedor. Ya en la mesa, ésta se presenta vestida con mantel de lino blanco y sobre ella sólo las servilletas, las copas y unos originales platos rectangulares rematados por ondas.

Una vez los comensales están instalados, la velada culinaria comienza con el desfile de camareros encabezados por el encargado de dirigir la presentación de los 40 platos y aclarar las dudas que vayan surgiendo, que son muchas. Desde los aperitivos -flauta de mojito y manzana, empanadilla de alga nori con sésamo negro, globo de queso gorgonzola, palet de hibiscus y cacahuete, porra de parmesano o esponja de coco, por citar algunos- hasta la traca final protagonizada por una gran caja de chocolates, el tiempo transcurre dominado por el buen humor. En todas las mesas se alternan las risas con los brindis, y éstos con el intento de adivinar sabores y texturas de uno y otro platos. Al mismo tiempo se suceden los comentarios y las muestras de satisfacción. Se trata de un juego que los participantes aceptan de buen grado y en el que interviene el conjunto de los sentidos. Y es que unos alimentos, siguiendo las indicaciones del encargado de mesa, se ingieren con la mano (sobre todo las entradas), otros en dos o tres bocados (gambas dos cocciones o zamburiñas con risotto de anémonas) y algunos alternando sus ingredientes (ceviche de lulo y molusco con taco de Oaxaca o codornices con escabeche de zanahorias).

La comida se desarrolla a ritmo lento, para paladear cada producto, pero con fluidez. No obstante, tal volumen de platos, aunque sean pequeños, alarga la ceremonia y hay momentos en los que el organismo demanda un descanso para acudir al baño, estirar las piernas, fumar un cigarro en la terraza o contemplar la belleza del mar Mediterráneo. Estas paradas se suelen programar y se realizan cuando el menú cambia de sabores. Tras la pausa, el festival de sensaciones continúa. Una servilleta limpia y nuevos platos siguen llegando a la mesa, cada uno presentado en un recipiente más original y llamativo que el anterior.

En la relación de cuarenta alimentos no es de extrañar que alguno de los ingredientes principales no pueda ser consumido por el cliente: marisco, harina, menudillos, caza... Así, semanas antes de la celebración, el restaurante pregunta en un correo electrónico qué productos no consumiría cada comensal para, en caso de formar parte del menú, ser sustituidos.

La recta final del banquete está protagonizada por los postres, que comienzan con un terrón de azúcar al té y lima, le sigue una refrescante combinación de hielo, té verde y azúcar moreno presentado en un bol de cristal helado denominado estanque, una coca de vidre, y una rosa de manzana. Una espectacular caja roja repleta de chocolates pone el broche de oro a un menú que no se acompaña en ningún momento de pan pero sí de buen vino, el que haya elegido el comensal después de revisar la carta de vinos, un libro de 139 páginas que recoge la extensa variedad de caldos que protege la bodega de El Bulli.

Finalizada la comida, el cliente puede clausurar la jornada con un café o copa y los últimos chocolates en la terraza contemplando la belleza del entorno y disfrutando de las últimas horas de celebración. Al abandonar el lugar, uno tiene la sensación de que El Bulli, aunque cierre sus puertas para transformarse en un centro de creación, no morirá nunca; su espíritu pervivirá en quienes lo hayan conocido.