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Comidas y bebidas

Carabineros y gambas rojas, jugos y sabores

Carabineros.

La carne del carabinero es menos fina que la de las gambas o los langostinos, sin embargo nada supera su intenso sabor a mar. La mayor parte de él procede de su gran cabeza, excelente para la preparación de caldos, cremas o arroces, a los que aporta además un curioso color, fruto de esa tonalidad vivamente roja que lo caracteriza. Vive en las aguas frías o templadas de cualquiera océano y es un gran nadador lo que le permite hacer largas distancias y migraciones en grupo, formando enjambres.

Una buena forma de disfrutar de su sabor es, por ejemplo, en una crema caliente o templada, según la estación. Para cocinarla se emplea un fumet de pescado, zanahoria y puerro, al que se agregan las cabezas y las pieles de los carabineros. Se añade un chorro de brandy de jerez y un poco de pan rallado tostado. Se cuela y se corona con las colas después de darles un ligero toque de sartén.

En este particular marino abunda la excelencia. En Italia es muy apreciado el gamberoni (langostino) que se pesca en las aguas del golfo de Génova. De color rojo coral intenso y huevos azul turquesa, su carne es fina y perfuman cuanto pillan con sus jugos. Una pasta o unos boletos, mismamente marcadas al fuego, no mucho más de un minuto, al lado de una de esas ensaladas especiales de verdes hierbas ligures. El gamberoni casi es tan bueno como la gamba roja. Digo, casi.

La gamba roja es, desde Palamós a Garrucha, un monumento gastronómico: en la boca equivale a una explosión de sabor marino con una concentración de yodo y sal inigualable. Pero requiere una especial atención. No hay que perturbarla demasiado y sí portarse con ella delicadamente. Es sencillo: basta con cocerla lo más pronto posible para evitar que la cabeza, que carece de conservantes, se vuelva negra y hacerlo, además, de manera muy leve para que no endurezca.

Las gambas, por lo general, rojas o blancas, no soportan demasiado bien el calor, enseguida se convierten en corchos. Yo, particularmente, las prefiero levemente cocidas con un hervor en agua salada, pero a la plancha vuelta y vuelta, sabiendo controlar el fuego, tampoco están nada mal. El contraste de los jugos dulzones que desprende la cabeza, al chuparla, con la sedosa y suculenta salinidad de la carne de la cola es extraordinario.

Luego están las preferencias de cada cual, que si las de Dénia son especialmente finas y más dulces, que si las de Garrucha, que si las de Palamós. Estas últimas viven en un ecosistema de suelos rocosos mientras que las primeras adquieren su sabor especial por desarrollarse en un agua fría donde se juntan las corrientes y a más de 600 metros de profundidad. Puestos a conferirle técnica al producto, Quique Dacosta puede que sea uno de los sumos sacerdotes de este invento pero para prestarle cuidados a la maravillosa gamba mediterránea pigmentada no se necesita un cocinero de postín.

He comido buenas gambas y rojas y también he presenciado manipulaciones indecorosas con ellas. En todos los casos mi voluntad se mantuvo ajena al despropósito. No tocarlas demasiado es, a mi juicio, la gran prioridad. Un tartare de gamba roja, por ejemplo y como se ve por ahí, no tiene sentido. Con él se pierde bocado, textura y sabor. ¿Para qué acuchillarlas? Pero vivimos expuestos a cualquier cocinero desaprensivo partidario del ceviche de gamba, de la gamba nikei, de los matices picantes, del jengibre, los chiles, las limas o cualquier otro tipo de atentado contra la naturaleza de este ser maravilloso. Si alguien quiere utilizar chiles y demás para cocinar, sirven unas gambas más modestas, que es lo que hacen en el Golfo de México con las autóctonas, huérfanas de los atributos de sus hermanas de la aristocracia mediterránea.

Grand Cru alsaciano. Moltès Steinert Gewurtztraminer 2016 Bio no es un vino para acompañar gambas pero si ideal con un foie gras. De color amarillo paja resulta una explosión aromática combinada con fragancias perfumadas y bouquet concentrado. Despide notas de vainilla, almendra, rosas, cardamomo y especias orientales, todas mezcladas de manera noble, sin exuberancia. Suave, jugoso como un mango maduro, el vino biológico de esta bodega familiar de Pfaffenheim es lo más parecido a una sinfonía de sabores. Siguiendo la tradición, con los años se vuelve más seco. Sobre 18 euros la botella.

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