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Comidas y bebidas

La reina de la "trinidad hogareña" de Woolf

Patatas al romero.

El 22 de junio de 1940, Virginia Woolf cenaba con T. S. Eliot, William Plomer y John Lehmann cuando llegó la noticia de que Francia había caído en manos de los alemanes, e Inglaterra se enfrentaba a la invasión. Sentía que todo aquello estaba llegando a su fin. Las comidas elegantes, los picnics provenzales, las cenas con conversaciones inteligentes y risottos, que habían alimentado su discurso desde el cambio de siglo, tenían como amarga expectativa un postre indigesto. Apenas un mes después de haber escrito una última entrada en su diario recordando que iba a cenar salchichas, y por miedo a estar volviéndose loca, se puso su abrigo, llenó los bolsillos con piedras y se arrojó al río Ouse.

Woolf creía en la cocina y profesaba una admiración incondicional por las patatas. Al trío formado por estas, la carne y las verduras, lo llamaba la "trinidad hogareña". Las patatas son fáciles de cultivar, baratas y muy versátiles, pese a que durante mucho tiempo no se supo qué hacer con ellas salvo asarlas o cocerlas con agua y sal. O reservarles el eterno papel secundario de acompañar las viandas o el pescado. Estoy de acuerdo con Mina Holland, la periodista gastronómica del "Guardian" y autora de El atlas comestible, uno de los libros sobre comida más inteligentes que he leído, cuando se refiere a las patatas hervidas en exceso o intercaladas entre otros alimentos, "como el colchón de una casa de huéspedes".

Pobres patatas condenadas al abuso perpetuo en las cocinas. Con lo fácil que resulta honrar su simplicidad, por ejemplo, cociéndolas y salteándolas en sartén con unas ramas de romero, aceite de oliva virgen y unos dientes de ajo aplastados. Coincido también con Holland en que se trata de una de las mejores maneras que existen de comerlas. Se cortan sin pelar en dados, se cuecen y se incorporan a una sartén donde previamente hemos impregnado el aceite con el romero y el ajo. Vamos subiendo el fuego hasta el punto de la fritura y sacamos las patatas cuando ya están doradas y con la piel crujiente.

El tubérculo rey conjuga la totalidad gastronómica. Suyo es el principio y también el fin, como corresponde a un alimento crucial en la historia de la humanidad. El principio y el fin, sí, como sucede con la tortilla española que resume brillantemente el binomio maravilloso de la patata y el huevo.

El plato nacional irlandés, irish stew, es básicamente patatas y cordero guisado con ajo, cebollas, perejil y laurel. Los irlandeses son devotos de la patata, pero también los alemanes, del kartofen; los gallegos, del cachelo; los andaluces, del remojón o la papa aliñá, y los belgas comen las patatas fritas incluso con mejillones al vapor. Los ingleses, que siempre han preferido acompañar el rosbif con pudín de Yorkshire, han reservado las patatas fritas para el pescado ( fish and chips). O el mismo shepherd's pie, el pastel del pastor británico consistente en una capa de carne de cordero picada recubierta de puré de patata.

En Francia, las ratte o las charlotte o las belle de Fontenay son variedades del tubérculo apreciadísimas entre los grandes cocineros que las buscan en los proveedores y en los mercados. Además de los purés y de los parmentier, la patata francesa ha sido y es más que un simple acompañamiento. Son los casos del baeckeoffa alsaciano, que lleva patatas con todas las carnes marinadas en ajos, apio, pimienta, cebolla, bouquet de hierbas e incluso vino blanco riesling o sylvaner; del gratin dauphinois, patatas gratinadas con crema fresca, mantequilla y queso de gruyère; la truffade o trufado, que se come en la Auvernia, Limousin y el Aveyron, o el aligot, de la misma procedencia.

El segundo vino de Gloria. Peymartin es el segundo vino de Château Gloria, de Henry Martin, elaborado con las uvas de los viñedos más jóvenes, con 40 años de antigüedad. Conserva las características esenciales de los vinos de Saint-Julien: la ligereza y la elegancia, dentro de lo que significa el Medoc, la famosa margen izquierda de Burdeos. En el 2011, de profundo color ruby, se perciben en la nariz aromas de tabaco, cedro, grosella negra, especias y pimienta. El paladar es extremadamente elegante con taninos maduros, pero muy bien estructurados, acidez firme, frutas negras, y vainilla. Un final equilibrado y persistente subraya la calidad y la capacidad de botella. Cuesta alrededor de 45 euros.

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