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De las mascaradas a los festines

El Antroxu revive como cada año sus tradiciones gastronómicas

De las mascaradas a los festines

Las mascaradas proliferaron en Asturias de la Navidad al Antroxu. La utilización de las campanillas, los cencerros y los esquilones, las pieles de diferentes animales, revestían el panorama de cierta singularidad carpetovetónica. En esa escenografía algo olvidada e incluso desaparecida competían los zamarrones, de Lena y Mieres; los zarrapastros, de los valles de Aller y Turón; los guirrios, de Langreo, San Martín del Rey Aurelio y Laviana; los sidros, de Valdesoto, y los aguinaldeiros de Allande, entre otros que formaron parte de ese tropel de comparsas adictas al galaneo o devotas de las ánimas de los muertos. Una locura enraizada en los inviernos. Las mascaradas desaparecieron, al mismo tiempo, que se rompía el aislamiento de los pueblos que las acogían, y también por culpa de la Dictadura que prohibió el disfraz porque con la impostura legal del régimen franquista le parecía suficiente.

El franquismo derrotó a las mascaras pero no los apetitos carnales del Antroxu. El ayuno de la Cuaresma seguía en la tradición cristiana a los alimentos prohibidos. En Inglaterra, por ejemplo, todavía existe la costumbre de comer las famosas tortitas del Miércoles de Ceniza, que ponían fin a las copiosas digestas del cerdo y de otras carnes. Su simbolismo tiene una especial relevancia: la harina equivale al báculo de la vida; la leche es la inocencia y la pureza; los huevos son sinónimo de la creación y la sal se traduce por la incorruptibilidad. Así que, vengan tortitas. Pero antes de la tortitas, venga cerdo. Al cerdo habría que hacerle un monumento cuando se acercan estas fechas en que Don Carnal libra la batalla definitiva contra Doña Cuaresma.

La cocina del Antroxu empieza y acaba con él, si exceptuamos las bollinas, las casadiellas o los frixuelos, que endulzan las sobremesas. La manduca típica de estas fechas, basada en los productos de la matanza, es un desafío a cualquier digestión razonable. Hace que uno se retuerza a veces como una boa si se desplaza de un lugar a otro, pero redime el espíritu, tonifica el ánimo y devuelve el resuello por mucho que la digestión se alargue. En ocasiones es hasta bueno que el descanso y el sopor sigan a la comida: se trata de una anestesia muy llevadera.

Es justo reconocer que el cerdo es un animal muy práctico. Sobre él puede recaer el sustento de toda una temporada, incluyendo a sus semejantes más próximos, todo ello si uno prescinde de detenerse en consideraciones sobre el colesterol y el ácido úrico, que le llevarían a otra metodología reflexiva. El cerdo es punto y aparte. Desde la cabeza a los jamones, hay en él una gloriosa sinfonía de la carne. Un artículo de consumo para meditar. Lleva tatuada la firma de Rabelais y de sus personajes: Gargantúa y Pantagruel.

El cerdo es un monumento pantagruélico incomparable. Por eso le rendimos homenaje siempre que tenemos oportunidad de hacerlo. Estos días de carnestolendas el cerdo se convierte en un asunto ineludible. No se puede evitar. Desde el picadillo, el pote, los callos, hasta los solomillos. A la fiesta gastronómica del cerdo se han ido incorporando, además, en las mesas desde hace tiempo otras consistentes pruebas de la matanza: las carrilleras, la presa, el secreto, etcétera.

De modo que bien se trate de un humilde picadillo o de unas láminas bien cortadas de jamón de pata negra, adelante, porque las fechas así lo requieren. El Antroxu se identifica con su animal totémico. De hecho, hay una asadura ancestral que es la careta de cerdo. El cerdo es también el protagonista principal, con el garbanzo negro de Etiopía, de la cocina de las hambres del Buscón. Representado por el tocino de quita y pon del licenciado Cabra. "Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé que le dijeron un día, de hidalguía, allá fuera. Y así tenía una caja de yerro, toda agujereada como salvadera, abríala, y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase, y tornábala a cerrar, y metíala colgando de un cordel en la olla, para que la diese algún zumo por los agujeros, y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que, en esta, se gastaba mucho, y dio en sólo asomar el tocino a la olla", escribió Quevedo en sus memorables páginas.

Con el cerdo estamos salvados en la abundancia, con los mejores cortes del jamón ibérico, y en la escasez, recurriendo al modesto tocino, que alumbra la más pobre de las ollas. El Carnaval empieza con el gorrino y acaba con la sardina enterrada entre muestras de desconsuelo. No me extraña que se llore a la sardina, que tan bien resulta en la plancha, revenida de tantas vueltas y vueltas, para finalmente comerla con las manos, haciendo de pan los cachelos.

Las alegres reuniones de las comadres abrieron ayer esta especie de estampida lúdica que es el carnaval.

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