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Lviv, la Ucrania más europea

La antigua Leópolis es capital cultural y espiritual de un país del que abandera su modernización con un casco histórico impresionante

Lviv, la Ucrania más europea

"Z moskalem buvay, a kamin'za pazujoyu trymai", o "ten a mano una piedra si estás con un moscovita", reza el proverbio ucraniano. Películas como "Donbass", de Sergei Lomnitza, que se estrena estos días en España, con su crudo retrato de la estupidez de los nacionalismos, pueden quitarle a uno las ganas de visitar estos lares, pero, por sorprendente que parezca, el conflicto queda increíblemente lejos de una ciudad como Leópolis, la capital cultural y espiritual de Ucrania, cabeza de la histórica región de Galitzia.

Lo dicho, salvo por la presencia de algún uniformado o los patrióticos conciertos de bandas militares en el Rynok, o plaza del mercado, donde se alza el severo ayuntamiento, nada recuerda aquí el conflicto situado a 1.200 kilómetros. Leópolis (o Lviv, Lwow, Lvov, Lemberg, Lemberik, dependiendo de la bandera de quien la dominase en el pasado) está bien conectada por Lufthansa a través de Munich, y también es recomendable llegar a ella desde Cracovia, por tren o autobús. A quienes les amedrente el alfabeto cirílico, hay que decirles que hay doble nomenclatura en ucraniano e inglés, y que las cartas de los restaurantes recogen casi todos los idiomas, hasta español. Los jóvenes, y muchos no tan jóvenes, hablan un perfecto inglés. No cabe perderse.

Con ser la ciudad más nacionalista de Ucrania, Leópolis encarna las ansias de europeización. Llaman la atención los precios. Un euro equivale a 31 grivnas, y es posible tomarse una cerveza por menos. El vino es más caro, sobre todo el de Odessa (como el Kolonist), Kherson (Kniaz Trubetskoi) o Transkarpatia. Los restaurantes son muy baratos.

Leópolis tiene un casco histórico impresionante. Se lo debemos sobre todo al siglo y medio de dominio austro-húngaro, de 1772 a 1918. No hay mucho dinero para remozarlo, pero está a la altura de cualquier capital centroeuropea. La profusión de edificios de estilo vienés, modernista y art-decó obliga a elevar la mirada de manera constante. Se podrían citar muchas calles, pero la dedicada a la soprano Solomiya Krushelnystka (que además da nombre al Teatro de la Ópera) es un ejemplo desbordante.

Lo de capital espiritual no es baladí: hay unas 60 iglesias de tres religiones distintas. La Bernardina, la catedral latina de la Asunción o la greco-latina de San Jorge tienen el aire robusto de las iglesias polacas. Las de los Dominicos y los Jesuitas son más reconocibles. La grecolatina de la Transfiguración o la ortodoxa de la Dormición resumen la colorista espiritualidad oriental. La catedral armenia es un misterioso rincón. La capilla de los Boim, un delirio manierista digno de Arcimboldo.

Para conocer el alma de una ciudad, nada como visitar sus cementerios. El Lychakiv resume la agitada historia de Leópolis. El Campo de Marte recuerda a los mártires de la lucha por la independencia en 1918, que se peleó allí mismo, entre las tumbas. Un paseo permite colegir que Leópolis fue una ciudad sobre todo polaca, hasta que les echaron en 1945. Los estudiantes polacos de la Politécnica yacen junto a héroes ucranianos como Dmytro Vitovsky, al lado del monumento a los tiradores Sich, o los caídos de la guerra del Donbass, sin olvidar al padre de la patria Ivan Frankó.

Leópolis es una ciudad de ausencias. Faltan los polacos, por mucho que la estatua de Adam Mickiewicz presida una de sus avenidas. Pero también se echa de menos a los judíos. Queda muy poco de aquella Leópolis que se expresaba en yidish, borrada por los nazis. Habla por sí solo el hueco de lo que fue la sinagoga de la Rosa Dorada, donde hay un impactante monumento. Cerca, un restaurante, Bajo la Rosa Dorada, revive ese pasado judío, aunque le critican que explote estereotipos como el regateo.

Para conocer a los ucranianos, nada como verlos un domingo por la tarde en la avenida Svobody, el corazón de la ciudad, entre el Teatro de la Ópera y la estatua a Shevchenko. Se verá a grupos de mayores, con sus maneras de la era comunista, jugando al ajedrez, familias o pandillas jóvenes chocantemente educadas. Los músicos callejeros amenizan cada rincón, como la plaza del Galicia (Halytska), la Soborna o el Rynok.

Uno puede comerse un apfelstrudel en el Café Vienés de la avenida Svobody, mientras el bonancible emperador Franz Josef le observa desde su retrato, tomarse un scotch en el Winston Churchill Pub, en la calle Akademika Hnatyuka, o beberse un vino en la tranquila plaza Muzeina, a la sombra de los Dominicos. A los ucranianos les ha dado por los locales temáticos. En el Rynok, por ejemplo, está el Kryivka, que recrea un búnker de la resistencia frente a nazis y soviéticos. Uno llama a una puerta semiescondida y le sale un señor armado vestido de militar que le pide la contraseña. Debe contestarse: "Slava Ukraina", o sea, "Ucrania libre", y entonces se puede pasar. Dentro hay un auténtico museo. La cocina es simple, pero contundente: salchichas de más de medio metro, tocino asado, sopas? Y todo regado con grandes cervezas. Justo encima está el Restaurante Más Caro de Galitzia, de más nivel, que reproduce una sociedad masónica. También tiene truco: hay que sacar una tarjeta de descuento para reducir en un 90 por ciento las exorbitantes minutas. Para los cerveceros está el Pravda Beer Theatre, también en el Rynok, con su inabarcable abanico de marcas. El concurrido Drunk Cherry, sin moverse del Rynok, permite probar el licor de cereza.

Más locales temáticos: Carne y Justicia, en el Arsenal, trasunto de mazmorra medieval, un buen lugar para variedades a la brasa. O el Café Masoch, en la calle Serbska, justo al lado de la casa donde vivió Sacher-Masoch, donde al parecer a uno le tunden las posaderas como le gustaba al escritor que cantó al masoquismo. En la calle Virmenska, de las más animadas, uno puede dejarse caer por el Gasova Lampa, dedicado al inventor de la lámpara de gas, Ignacy Lukasiewicz. Tras la comida, si uno se dedica a beber como un cosaco (y eso es lo que se consideran los ucranianos), se puede degustar una abrumadora gama de licores.

En otro estilo, justo enfrente, el Khlib i Vyno, Pan y Vino, tiene la oferta propia de una enoteca. Un restaurante de comida ucraniana y polaca que merece la pena es el Baczewski, en la calle Shevska. Los paladares más exquisitos pueden satisfacerse en el Terrazza, en la calle Bodhan Khmelmelnitsky. Pstruh, Khlib Ta Vyno (Trucha, pan y vino) ofrece lo que se lee en su letrero, en la calle Staroievreiska. Y el Mons Pius, tras la catedral armenia, es un sitio acogedor, con una tranquila terraza en su patio interior, tan misterioso como la propia Leópolis.

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