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Comidas y bebidas

Equilibrio e intensidad

Uno de los platos de Pedro Martino: rúcula salvaje

Pedro Martino lleva razón cuando dice que la técnica no es lo más importante en la cocina. A un cocinero que se desenvuelve en la élite del oficio la técnica se le supone como el valor a los soldados en la batalla. Ayuda a conceptuar o a canalizar como es debido el sabor en la comida, que sí es lo más importante. No siempre sucede así, estoy harto de platos bien elaborados desde el punto de la vista de la técnica y absolutamente planos y nada placenteros para el gusto, en muchas más ocasiones de las deseadas hasta incomestibles. El paladar bien educado no alcanza a comprender cómo tanta técnica es incapaz de traducirse en comida de primera y sí, en cambio, en farfolla intragable. Parte de la culpa la tiene creerse, sin serlo, un genio, algo que resulta peligroso para el propio cocinero consagrado, pero también para los que buscan imitarle en su carrera de despropósitos. Quienes pagamos las facturas en los restaurantes no hemos dejado de lamentarnos por ello en las últimas décadas. Más de una vez me he visto tentado a suscribir la máxima de “cambio chef por tomates frescos”.

Equilibrio e intensidad

Para crear un verdadero plato el cocinero de verdad debe trabajar en él años hasta que el conocimiento colectivo lo reconozca como suyo. Las creaciones auténticas perdurarán en el recuerdo sin falta de gran adjetivación ni de la filosofía barata que se destila de emplatar ingredientes que en muchos casos habría que preguntarse qué hacen juntos y con los que se intenta impresionar artificiosamente al cliente y satisfacer el papanatismo que trae la moda.

Equilibrio e intensidad

Comer no sólo tiene que ser una obligación fisiológica, también puede convertirse en un placer cuando se consigue conjugar esa función imprescindible y los propios sentidos. Hacer una interpretación emocional de cada cosa que uno se lleva a la boca resulta, en cambio, bastante ridículo. Cuando un admirador le confesó a Picasso que disfrutaba de su obra pero no siempre la entendía, el pintor malagueño le respondió: “¿Le gustan a usted las ostras?”. “Con delirio”, contestó el hombre. “¿Y ha intentado entenderlas?”, concluyó el pintor.

Equilibrio e intensidad

El gusto por la comida debe evolucionar con criterios de calidad, no de espectáculo o tendencia, ni tampoco amparándose en técnicas de disimulo. Naturalmente existe una buena cocina inspirada en la ciencia –todo hay que fiarlo a la investigación– pero alrededor de ella revolotean un tropel de embaucadores y platos insípidos que camuflan el producto. Sin buen producto no hay cocina, y por sencillo que sea este todo consiste en dignificarlo y realzarlo. En último caso, en no estropearlo. Ni disimularlo a mayor gloria de un supuesto lucimiento personal.

Equilibrio e intensidad

En ese laboratorio de los sabores que es la cocina de verdad, la importancia de equilibrar los gustos y obtener el mayor partido de las distintas texturas y las temperaturas es fundamental. Y esa es una de las grandes virtudes de Pedro Martino. Equilibrio e intensidad en los platos que cocina, que tienen sentido y están exquisitamente compensados en los guisos concienzudos y esos caldos concentrados que apreciamos en su pote asturiano actualizado, en la esencia de llámparas con ñoquis de maíz, en la sabrosa versión de la cebolla rellena de bonito con yema líquida o en el jugo picante de callos con trufa de encurtidos de su restaurante de Caces (Oviedo). Gusto y equilibrio. Martino, tras una etapa errática, ha vuelto a resurgir como el cocinero moderno más apegado al terreno entre todos sus compañeros de la élite asturiana. La búsqueda de la materia prima entre los pequeños productores locales se ha convertido para él en una encomiable obsesión: fruto de ello es, por ejemplo, la rúcula salvaje que presenta acompañada de queso Pregondón, sidra de hielo especiada y turrón de avellanas, uno de sus platos de referencia.

Siempre le preocupó sacar partido de ese “quinto cuarto de la mar”, de los pescados cantábricos humildes como el pinto (la botona), el congrio, o de las llámparas; en las carnes, procura el cordero xaldo o el gochu asturcelta, y en la dulcería se ocupa de resucitar tradiciones como la barreña, un batido con queso fresco parecido a la leche presa, que acompaña de un caviar fresco de abejas, o los fórmigos, una especialidad típica de la Asturias occidental a base de migas de pan, frutos secos y miel. Todo ello reconvertido en la alta cocina de un buen estilista empeñado en mantener la tradición a fuerza de innovarla. Ahora, de vuelta, a orillas del río Nalón donde hace ya una década logró con “L’Alezna” una estrella Michelin.

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