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La siesta como placer y como acto de resistencia

Una cabezada a media tarde sienta bien y permite “salirse del sistema”

ilu siesta

Escritores como Camilo José Cela (no hay que olvidar eso de “con orinal y pijama”), Ana María Matute y Jean Genet, artistas como Leonardo da Vinci y Salvador Dalí, científicos como Albert Einstein, políticos como Winston Churchill y Margaret Thatcher... Todos ellos sucumbieron al hábito, al placer de la siesta, eso que se define como “una costumbre consistente en descansar algunos minutos o un par de horas, después de haber tomado el almuerzo, entablando un corto sueño con el propósito de reunir energías para el resto de la jornada o resistir una noche larga”.

Pocas cosas reúnen como la siesta todo eso que uno imagina cuando piensa en la vida buena, en el placer, algo que hoy quizá se antoja difícil en medio de una pandemia mundial. Pero lo de echarse una cabezadita es algo que ni el covid puede alterar. “Es un momento necesario para interrumpir el tiempo desbocado de un presente que nos satura. Y, sobre todo, para desconectar, aunque sea un instante, de la tiranía de la actualidad. En el confinamiento, desconectar del mundo era absolutamente necesario. Estábamos saturados de noticias, trabajo y afectos –lo seguimos estando–, y dormir la siesta servía para frenar ese tiempo de los otros y ganar el tiempo propio”.

Lo dice el escritor Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), siestero confeso –“somos legión”–, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Murcia y autor de “El don de la siesta” (Anagrama), un original, delicioso y ameno ensayo en el que aborda de forma muy personal el placer, la utilidad y las bondades de un hábito tal vez con mala fama (aunque cada vez menos), asociado erróneamente a la pereza y con el que se ha estigmatizado históricamente a los españoles. Pero esto último, por desconocimiento.

Porque “no es una costumbre exclusivamente española. Está extendida por todo el mundo, aunque quizá es más propia de los países del Sur. Dormir la siesta es algo natural. Como dice Matthew Walker, ‘estamos programados biológicamente para dormir la siesta’. En Japón hay otro tipo de siesta, la denominada ‘inemuri’, que es una pequeña cabezadita incluso en público cuando el cuerpo está cansado. Está socialmente aceptada porque indica que has trabajado duro y por eso ahora descansas”, añade Hernández.

Miguel Ángel Hernández

Las bondades de siestear son infinitas, al igual que cada vez surgen más informes médicos sobre sus beneficios para la salud. Pero el escritor murciano también aporta en su ensayo una nueva dimensión a la que, a priori, puede parecer una costumbre inofensiva y más bien pasiva. Todo lo contrario: en una sociedad dominada por aprovechar obsesivamente el tiempo, producir, ser útil y aconsejar eso de “salir de la zona de confort” cuando alguien se encuentra cómodo en su trabajo, en su vida cotidiana, la siesta se revela como un acto de resistencia. Una “trinchera”.

Apunta Hernández que “es un modo de resistir a la pulsión productiva del capitalismo avanzado, ese que se ha metido en nuestras vidas y ha transformado lo cotidiano. Dormir la siesta es frenar el tiempo, no producir nada, no hacer nada –o hacer algo diferente a lo que se supone que debemos hacer–. Desconectar del sistema, interrumpirlo, salir de él aunque sea por unos instantes”.

Porque la cabezadita “produce un placer especial y es un placer consciente”. El escritor aclara: “La siesta que reivindico no es la siesta productiva –esa que nos echamos porque así vamos a trabajar mejor–, sino la siesta hedonista –esa que dormimos para darle un capricho al cuerpo, y también al alma”.

Porque, ojo, la siesta corre el riesgo de perder su faceta placentera: “Su integración trae consigo un reverso oscuro, y es que el tiempo propio de la misma se ha convertido en tiempo capitalizado. Tiempo de la empresa, que lo cede para convertirte en más productivo. Tiempo del mercado, que aprovecha la siesta para generar una imagen y un nicho de mercado. Es la capitalización de la siesta”. Dos ejemplos: el negocio de los hoteles destinados a viajeros de trabajo para echar una siesta, o el uso de la imagen de esta como algo cool de gente joven, saludable, moderna...

Pero, con todo, no hay que dejar, si apetece, de echar una cabezadita. Y a poder ser, con afán hedonista, el placer por el placer, sin darle más vueltas.

“Un día sin siesta es un día al que le falta algo”, concluye Miguel Ángel Hernández.

De la “power nap” americana al orinal de Cela

La siesta es única, pero con tantas versiones como personas que la practican. A qué hora, de cuánta duración, de qué forma y dónde echar un pigazu (por utilizar la expresión asturiana) es algo que acepta múltiples variantes. Dalí fomentaba la “microsiesta”, esa que dura poco, tanto como el tiempo que tardan en caerse al suelo unas llaves que se sostengan con los dedos al ponerse a dormir. Lo mismo Da Vinci, que defendía el poder de las pequeñas cabezaditas para fomentar la potencia creativa. Todo lo contrario Cela, que aconsejaba ponerse el pijama, meter el orinal debajo de la cama y echarle el tiempo que apeteciera. Napoleón no la perdonaba ni en plena campaña de guerra.

Cada cual tiene la suya. “Está la siesta reparadora, que los americanos también llaman ‘power nap’, o la siesta regia, de hora y media. Esa es la mía, sobre todo los fines de semana”, dije el profesor y escritor Miguel Ángel Hernández.

¿Y qué hay de la merienda, esa costumbre también muy española? “Es fundamental sobre todo para despertar de la siesta larga, casi como si fuera un desayuno. Para mí la merienda es a las comidas lo que la siesta al sueño, el momento más placentero. Tal vez porque me recuerda a la infancia, a la merienda de los niños. Merendar es regresar a ese tiempo pasado y hacerlo presente”. Palabra de experto practicante.

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