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El club de los profetas muertos

Un año de vida con tratamiento. Seis meses sin él. Al profesor de literatura de vida privada desastrosa y apatía tenaz se le abre el abismo a los pies por un cáncer de pulmón. Él, que ni siquiera fuma. Una hija gay. Una esposa infiel. Unos alumnos a los que mayormente desprecia. Una vida desaprovechada. Asumido que el reloj se está apagando, Richard decide quitarse mordazas y ataduras. Les canta las cuarenta a los estudiantes (solo un puñado acepta sus condiciones) y empieza a lanzar mensajes de carpe diem a diestro y siniestro (“sólo vivan, no existan solo por existir, extraigan algo de sabiduría”, y cosas así) mientras él mismo se aplica el cuento y da clases en los bares, se acuesta con la camarera (“sin proteccion”) que le guiña un ojo o tiene una experiencia homosexual entre bocados de marihuana. Y cuanto peor, mejor. La enfermedad le cura de ciertas anomalías (nunca viene mal encontrar una vía de comunicación con tu hija, o poner en su sitio al jefe odioso, o taponar más o menos la sangría conyugal, o apreciar en lo que vale a un buen amigo) y limita sus brotes de sarcasmo sin tapujos a grupos de apoyo con gente también enferma (“mucha suerte con su muerte inminente”) o a algunas alumnas políticamente tan correctas. Nada transgresor ni provocador: “Richard dice adiós” se prepara concienzudamente para abordar un desenlace en el que toma el mando el drama más desaforado, con despedidas de todo tipo y rendición que salen adelante por el desempeño de unos buenos intérpretes, incluido un contenido Johnny Depp que parece trasvasar sus propios demonios personales a un personaje desamparado y cargado de errores. El guión encadena contradicciones emocionales e incoherencias sentimentales y desaprovecha la historia con una alumna devota que le enseña a bailar. El plano final es muy bonito.

Johnny Depp.

Johnny Depp.

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