El hechizo hace vudú con el espectador. Le pincha para hacerle creer que está viendo una cosa y, de pronto, cambia a otra. Nos gusta el desconcierto siempre que se maneje con inteligencia y respeto hacia la nuestra. Lo contrario es una vía abierta a la arbitrariedad, al capricho estéril, a la dispersión pueril. El hechizo pone cartas sobre la mesa que nos sabemos de memoria. Traumas arrastrados desde el pasado. Anfitriones que parecen amables y son malvados a más no poder. Familias truncadas. Prisioneros en el lecho del dolor. Intentos de fuga, secretos de media luna y agentes de la ley que dejan mucho que desear. Y luego están los elementos de terror, aquí (mal) representados por los muñequitos de marras gracias a los cuales una mente puede dominar a otra. Y, los tiempos obligan, se introducen con calzador argumentos sobre el racismo o el enfrentamiento campo/ciudad con la misma sutileza con la que Tarantino resuelve los dilemas morales. El hechizo promete un uso atmosférico de los Apalaches. De eso, nada. Nos presentan a toda velocidad al protagonista en su entorno familiar (más que nada para que luego demos por buena su habilidad para abrir puertas cerradas), nos suben a una avioneta y, de golpe y porrazo, ya le vemos encerrado y malherido en un cuarto oscuro, cortesía de una anciana que hace buena a la villana de Misery.
El hechizo fotocopia de aquí y de allí pensando que así va a tener entretenido al espectador, y lo cierto es que aburrida no es. Desde la tosquedad (maquillada por el director con elaborados encuadres y una fotografía de adustos contrastes) la película se adentra por territorios de horror muy trillados y solo de vez en cuando logra instantes que arrancan un escalofrío: un clavo enorme de quita y pon, la revelación de un hueso deforme de un dedo o la mirada corroída de un muñeco diabólico.