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Comidas y bebidas

Fritura de pescado, tentación de estas fechas

Fritura de pescado en adobo del restaurante Jaylu, de Sevilla

Cuando llegan estas fechas pienso en el pescado frito; parece como si la tentación de comerlo estuviera en el propio aire primaveral. ¿Qué aceite elegir? Hay que tener en cuenta que para cocinar por encima de los 160º es conveniente usar uno refinado. De oliva o de orujo de oliva, la opción que ha ganado últimamente más adeptos. El aceite virgen es mejor utilizarlo para realzar el sabor de las comidas frías.

La fritura requiere espacio, acomodación: los pedazos no deben chocar, y hay que estar atentos al pollo o al pescado, darle vueltas, dos o tres veces, para conseguir un buen dorado después de haberlo rebozado como es debido. José María Castroviejo, en su novela “La burla negra”, pone en boca de un gaditano una glosa popular de la fritura. “El pescado frito menudo compendia todo el sentir de Andalucía la baja. Es plato ligero y a la vez excitante, que explica nuestra debilidad y nuestra fuerza en los momentos de apuros. No nos rellena como la pesada carne de los héroes nórdicos, pero sirve para mantenernos por encima de los acontecimientos de la historia…

Personalmente creo que Séneca no hubiera podido existir sin ese pescadito frito. Pudiéramos también pensar que tampoco el legendario Tartessos con su espléndida cultura, por idéntica razón…”. El pescado frito encierra la sabiduría de la perfección, y ésa es la que lo ha mantenido durante siglos como un alimento casi espiritual.

El pescaíto se come al sol y con los dedos, en un cucurucho de papel, y puede llevarlo uno en el bolsillo sin que este se pringue de aceite.

No como ocurre con el “fish and chips” británico, envuelto en grasas, soso, y con la masa desprendiéndose del insípido pescado, de la misma manera que la pintura se desprende en las paredes desconchadas. Del pescadito frito a la gaditana se puede conseguir una burda parodia si el cocinero desconoce la ciencia de la sartén impregnada del refrito y de los jugos marinos. En el “pescaíto frito”, el de las tajaítas que dicen los gadistas, la frescura de la carne y el tueste de la piel tienen que tener un punto. Una buena fritura lleva pescadilla pequeña o pijota; acedía, ese lenguadito tan peculiar que sólo se puede comer en el lugar donde es pescado porque cuando viaja se marea; boquerón, choco a tiras, calamar, almendrita (choco pequeño) y puntillita. También están las japutas, que en su particular guasa los gaditanos conocen también por tapaculos. El cazón en adobo, etcétera… Todo el pescado de calidad inferior recibe el nombre de bastina, y lo que sobra de los fritos son las mijitas.

Fritura de pescado, tentación de estas fechas

Las tajaítas se salan convenientemente y rebozan en harina de garbanzo, más gruesa que la harina en flor, aunque cualquiera de trigo vale. El rebozo se debe aplicar rápidamente porque así las partículas de harina han tenido poco tiempo para empaparse de agua, y la humedad se eliminará rápidamente al freír, generándose una corteza crujiente. Recuerden que un rebozado nunca será crujiente si lleva huevo. Acto seguido hay que cuidar el punto de la fritura, una de las ciencias menos exactas que existen. Es decir, lo que se llama el punto es a ojo del que fríe: el aceite debe ser abundante y estar muy caliente, pero no demasiado de manera que el calor pueda perjudicar el proceso.

Luego hay que sacarlo de la sartén o de la freidora escurrido de manera que no pringue con aceite el cucurucho o el papel de estraza. Ya digo que una buena forma de comer el pescado frito es ayudándose con los dedos, acompañado de los vinos de la tierra: fino o manzanilla, a sorbos cortos pero seguidos, como mandan los cánones. La presencia de los ostiones, que tradicionalmente se vendían en los puestos callejeros, es más gris, incluso puede llegar a ser repugnante, que la de las ostras. Pese a su sabor marino, prefiero comerlos fritos, en buñuelo, que crudos. De hecho, es la fritura gaditana la que acredita al ostión. Se fríen al aroma de la bajamar con el viento de Levante.

El invento de esta popular tapa gaditana se atribuye a Domenico Gippini, un mesonero originario de Liguria que se instaló cerca de donde se encuentra hoy la calle Valverde, en Cádiz de puertas adentro, y se remonta al siglo XVIII. Un sobrino de este que había adquirido la técnica de su tío llegó a ser “maître confiseur” de Carlos X. En Francia utilizaba ostras de la Gironda que empanaba. Es posible que las “huîtres pannées” provengan de ahí.

Vinos

Arrayán Albillo Real 2019

Albillo real proveniente de cepas viejas cultivadas sobre suelos arenosos a 600 metros de altitud en Almorox, Toledo. Elaborado por la enóloga Maite Sánchez, repite añadas sin defraudar marcando el paso de modo elegante. Siete meses de crianza en roble y sobre sus propias lías, sobresalen en él la fruta blanca de hueso, la miel y el hinojo, además de los recuerdos florales. En la boca sobresale una mineralidad y una dulzura especiada muy singular. Sabroso y fácil de beber, este blanco tan fiable de Méntrida, de la bodegas Arrayán, guarda además una buenísima relación calidad precio. La botella cuesta alrededor de 12 euros. 

Mancuso Garnacha 2018

Pero los amantes de las sensaciones fuertes, esta es una garnacha tinta poderosa de esas que se mastican en la boca. La elabora la bodega Mas de Mancuso, de Calatayud, obra y milagro de Jorge Navascues. La uva de este cariñena, maldito como el de “La venganza de Don Mendo”, procede de una selección de parcelas de cepas viejas del Priorato. La crianza de doce meses tiene lugar en los calados subterráneos de la bodega, que dotan al vino de una temperatura y humedad natural constantes. Color picota tirando a violeta, en la nariz desprende potentes aromas de zarzamoras y grosellas, caramelo y especias variadas, tomillo, aceituna, romero, etcétera. Recuerdos siempre mediterráneos. En la boca es carnoso, fresco y con muchísimo sabor. Final largo y persistente. El precio de la botella ronda los 12 euros.

Tosca Cerrada Blanco 2017

Fruto de la colaboración del enólogo catalán Mario Rovira y Delgado Zuleta nació este palomino fino cien por ciento sin fortificar, criado durante siete meses en botas de manzanilla, de los cuales tres o cuatro son bajo flor. Hermano, podría decirse menor, de Tosca de Lentejuela, es un vino carnoso de color oro, no tan radiante como otros, pero muy elegante, complejo y sofisticado. En la nariz deja aromas de pan tostado, levaduras, hierbas e infusiones algo amargas. En la boca es redondo y muy salino. Posee lo característico de la variedad jerezana e invita siempre a beberlo. Ideal para acompañar las frituras citadas más arriba. Algo engañosa, eso sí, resultan las palabras “fino en rama” de la etiqueta. El vino, no obstante, es una bomba. La botella sale aproximadamente por 14 euros.  

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