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Días de vino y fosas

Mads Mikkelsen empinando el codo.

En un momento que pretende ser provocativo de Otra ronda, el profesor hastiado que recurre a empinar el codo para subir la cuesta arriba en que se ha convertido su vida ofrece a sus rezongones y aburridos alumnos una especie de acertijo para demostrar los beneficios del alcohol: los bebedores Churchill y Roosevelt por un lado, el abstemio Hitler por otro. Claro, los estudiantes se parten la caja con ese profesor que pasó de ser un muermazo indiferente a un guía enrollado que no solo no les reprocha el bebercio al que se someten con entusiasmo sino que les anima a hacerlo como vía para desarrollar sus facultades e integrarse en la sociedad hostil que les espera.

Thomas Vinterberg, más afable y accesible aquí que en títulos anteriores de adusta solemnidad, parte de la hipótesis filosófica según la cual el ser humano nace con un déficit de alcohol en sangre del 0,05%. Teoría a la que se aferran cuatro amigotes con graves problemas de (des)integración, qué mala es la mediana edad. Y forjan un plan disfrazado de experimento sociológico: beber durante el día para moverse con una tasa de alcohol constante en la sangre (soplando para medirla) y luego comprobar cómo afecta a sus vidas. Un planteamiento que tiene mucho de cómico aunque la historia se vaya deslizando poco a poco hacia el melodrama, con un giro final muy, muy típico y tópico de quien no sabe cómo terminar la historia y recurre a un personaje como chivo expiatorio para cerrarla.

Vinterberg, cineasta que conoce el oficio de sobra, rueda con veraz sencillez escenas tan logradas como los encuentros de los amigos, muy bien modulados en cuanto a la progresiva influencia de los caldos en su comportamiento, y consigue transmitir una desolada sensación de impotencia marchita en los momentos familiares del protagonista (formidable Mads Mikkelsen en estado sobrio y beodo), sobre todo cuando busca una mano amada que haga de salvavidas. Menos eficaz y más banal resulta cuando incluye a modo de chiste imágenes hilarantes de dirigentes políticos con una copa de más), sin que quede claro si se ríe de ellos o con ellos. Y es que Otra ronda juega al despiste con sus verdaderas intenciones, y no se sabe si pretende esbozar un retrato sarcástico de una sociedad danesa en la que darse a la bebida parece ser una afición nacional para socializar, afrontar retos y ahogar penas, o si juega con cartas marcadas a defender las bondades de una buena borrachera para transitar por este valle de lagrimones.

A algunos personajes les sienta francamente mal ese recurso etílico, pero, en el caso del protagonista hay que imaginar qué pasa por su cabeza cuando se lanza a un baile tipo Zorba, el griego que no se sabe si es desahogo asumible o ahogamiento asumido. Las confusiones y flaquezas que muestra “Otra ronda” en sus aspectos más vitriólicos, y no tanto por ambigüedad consciente como por la superficialidad de sus vaivenes, son compensadas por sus momentos más sobrios como crónica a sorbos pequeños de unos personajes que llegan a la madurez malheridos tras la huida de una juventud ya inalcanzable, seres perdidos en un páramo de ilusiones rotas y esperanzas corroídas. Todo un resacón para quienes la vida es una birr(i)a,

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