Train to Busan se salió de las vías muertas del subgénero de zombis para circular por zonas donde la emoción y la belleza viajaban en convulsa armonía. Una pequeña joya de rompedor éxito comercial cuya sombra arrolla a esta Península en la que el espacio cerrado y claustrofóbico del tren cede el protagonismo a grandes espacios abiertos de ruinas y vehículos abandonados.
Hay más dinero en la producción y se nota en la calidad y abundancia de los efectos especiales pero la película de Yeon Sang-ho, que pisa el acelerador sin contemplaciones de principio a fin, ha perdido la intensidad emocional y el frenesí visual del primer viaje, que hacía de la necesidad una virtud para convertir el horror en una experiencia tan creíble como reveladora: lo mejor y lo peor de la condición humana salía a relucir, a veces de forma simultánea, en secuencias aterradoramente veraces.
Hay en el arranque de Península restos de esa pulsión dolorosa con la que es fácil identificarse: unos privilegiados que huyen en coche dejando atrás a unos desconocidos condenados: “¡Salven a nuestra hija!”. Dilema moral que perseguirá al protagonista hasta la erupción final, porque la película, poco dada a reflexiones mayores, esboza un retrato menor de las debilidades humanas al tiempo que convierte el sacrificio en una tabla de salvación propia y ajena. No es casual que los dos momentos de mayor brutalidad emocional sean los de unas personas que eligen una opción letal frente a la posibilidad de escape. La espectacularidad tiene su mercancía más imaginativa en escenas de persecución iluminadas por bengalas, coches teledirigidos psicodélicos que atraen zombis o combates a muerte en un coliseo del horror.