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Comidas y bebidas

Selección nacional española

Fabada de Casa Gerardo.

Difundir encuestas es una manera de cubrir espacio en los medios digitales. Las publican de casi todo; no resulta fácil adivinar cuál es su grado de fiabilidad, pues tampoco se conoce la mayor parte de las veces cuánto abarca el campo de consulta. Últimamente he seguido una bastante reiterada sobre los platos más populares españoles; no hay forma de disentir, salvo en cuatro o cinco casos cuya aceptación depende del más o menos amplio espectro de la lista. Con el resto se puede coincidir en casi todo.

Hay bastante unanimidad en la paella, que seguramente es el primer plato nacional de un pueblo, en general, entregado a los arroces. Y que conjuga, por otra parte, una fórmula muy española: la del guiso voluble, sujeto al humor y a la inspiración de cada cual. También, a la improvisación. Por encima incluso de la tortilla de patatas, que goza como es natural de numerosas preferencias. Si la pregunta se planteara fuera de España, seguramente la paella alcanzaría una dimensión popular superior por tratarse de una comida muy vinculada a las vacaciones y al turismo. A cualquier extranjero que se le pregunte por un plato español, responderá sin dudarlo: paella. En cambio, si se trata de un nativo, puede que responda tortilla de patatas. No me pregunten por qué, tampoco es mi intención elaborar una teoría infalible en torno a ello, pero creo que es así.

Vamos con más imprescindibles del recetario patrio. Por supuesto, no fallan el gazpacho, una de las mejores sopas frías del mundo; el jamón ibérico y las croquetas, que se encuentran en los lugares más altos de cualquier ranking, un escalón por debajo o por encima, dependiendo de la circunstancia, de los dos grandes platos de cuchara tradicionales más famosos de este país, los cocidos (el madrileño preferentemente) y nuestra fabada. No es cierto que a la prodigiosa fabada asturiana, el producto explosivo más delicado de la cocina de las alubias y el cerdo, le haya comido terreno el cachopo, que afortunadamente para la honra gastronómica no figura en ninguna de las encuestas que he consultado y que son más de una docena. El cachopo, que no deja de ser un escalope cordon bleu escasamente dignificado por la mayoría de los restaurantes que lo ofrecen, no es esencialmente español. Asturiano, tampoco, salvo en lo que compete a una especie de grandonismo juvenil tragaldabas, contagioso a partir de la moda y cierta impostura.

Si seguimos escarbando en las preferencias pronto encontramos el pulpo a feira, esa especie de divinidad gallega, fruto de la alquimia entre el cefalópodo cocido, el aceite y el pimentón, que comparte gloria local con los mariscos del Cantábrico. Luego están las patatas bravas, otra de las grandes y elementales tapas nacionales. Hago un inciso. Para ellas, me gusta utilizar la variedad kennebec, cortarlas del tamaño de los cachelos gallegos y cocerlas sin que pierdan el punto de solidez necesario, para acto seguido templarlas en aceite en la sartén y que adquieran un leve color dorado. Luego, reservarlas en una fuente cubiertas de sal en escamas. ¿La salsa? Para ella se fondea cebolla y ajo picado en algo de aceite, se incorpora cayena, pimienta negra en grano, pimentón picante y pimentón dulce. Se añade pan y agua para ligar. El paso siguiente es triturar y procesar, colar y rectificar de sal; para inmediatamente napar con ella las patatas.

Si continuamos explorando entre los platos favoritos enseguida aparecen los asados: el cordero lechal según la costumbre castellana y el cochinillo, que comparten la hegemonía del horno español. Abundando hallamos el rabo de toro, de vaca o de ternera, que admite variaciones entre las verduras y el condimento del guiso; el bacalao al pil-pil, rey de los confitados; y, en mi caso, no dejaría de incorporar a la lista los callos, que encarnan la devoción nacional por la casquería fina y que, además, se cocinan de distintas maneras en casi todos los lugares del país. Pueden seguir agregando a la lista todos los platos que se les ocurran y gocen de aceptación generalizada.

SELECCIÓN DE VINOS

Javier Sanz

Javier Sanz Sauvignon Blanc y Javier Sanz Verdejo 2020

Javier Sanz, uno de los viticultores más experimentados de Rueda, apuesta por el cambio de imagen con las últimas añadas de 2020 de su bodega, dos blancos elaborados con las uvas esenciales de la denominación castellana: sauvignon blanc y verdejo. El primero de ellos tiene dos meses de crianza sobre sus lías y es de mayor complejidad que el verdejo, que se adapta fenomenalmente a esa frescura perfumada que tanto caracteriza a la variedad. El sauvignon reserva en la nariz intensidad aromática y notas tropicales, fundamentalmente piña. En el caso del verdejo, destacan los recuerdos cítricos de pomelo y el hinojo. Ambos son extremadamente frescos y muestran en la boca una acidez equilibrada envidiable. El precio de la botella, tanto en el caso del sauvignon como del verdejo, ronda los 9 euros.    

Oxydatif

Oxydatif 2010 de Rousset Peyraguey

El viñedo de Rouset Peyraguey forma parte de la aristocracia de Sauternes. Comparte vecindad con los de Château d’Yquem, Suduiraut y Rieussec. Nada menos. Se trata, por tanto, de un vino licoroso francés elaborado con un 80 por ciento de semillón, 15 de sauvignon, y el resto de muscadelle. Lo avala una larga crianza de siete años en barricas de roble a la intemperie, únicamente protegidas de la lluvia, y la bodega asume para él un potencial de envejecimiento de 70 años. A los franceses les seduce desde el primer momento por su nombre, que evoca a los generosos andaluces, más allá de la noble podredumbre que ha caracterizado a la zona y encumbrado en la historia a sus vinos. Hay de todo en Oxydatif 2010: recuerdos de frutos secos y de frutas maduras que persisten en la nariz y en la boca cada vez que uno acerca la copa para saborearlo. Acompaña, como suele suceder con los sauternes, lo mismo un foie gras que un postre dulce. Y con ciertos quesos trae sorpresas agradables. Servir fresco entre 10 y 12 grados. El precio de la botella de 50 cl. ronda los 23 euros.  

Adorado de Menade.

Adorado de Menade 

El tiempo ha convertido a este blanco en una especie de joya. Fruto de una viticultura ancestral, elaborado a partes iguales con verdejo y palomino, criado en botas, desarrolla velo de flor y prosigue su andadura mediante el sistema jerezano de criadera y soleras. Su origen, sin embargo, es Castilla y León, y la familia Sanz. Ella misma cuenta que la solera más antigua que se conserva es de 1967, pero no fue hasta 2018 cuando se realizó la primera saca. En la nariz, Adorado ofrece aromas intensos que van desde los frutos secos hasta los ahumados, toques de frutas escarchadas y especias. En la boca es complejo y equilibrado, redondo y con una sobresaliente salinidad. Un generoso castellano por su sitio. De gran calidad y singularidad. La botella cuesta alrededor de 45 euros.  

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