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El imaginario único de Wes Anderson

“La crónica francesa”.

En la actualidad Wes Anderson es reconocido por la oficialidad y el “mainstream” como uno de los grandes directores del cine americano pero, hasta hace no mucho, sus películas eran adoradas por una minoría de fans acérrimos e incomprendidas o ignoradas por el resto. En algún momento no exactamente identificable, de repente, algo cambió. ¿Qué fue? Desde luego, él no. Todo lo contrario, de hecho: con el paso de los años, su cine ha ido penetrando cada vez más en su propio universo, que no se parece al universo de nadie más y en cuyo interior todo –las demarcaciones precisas de espacio y color, las composiciones meticulosísimas, los personajes hieráticos que declaman diálogos estilizados, los objetos del pasado reconvertidos en reliquias pop– funciona con precisión propia de relojero suizo.

Y, si se tiene en cuenta ese proceso, resulta del todo lógico que La crónica francesa sea la más amanerada y recargada de su carrera. Parte de esa exuberancia se debe al concepto sobre el que se sostiene. Su eje argumental es “The French Dispatch”, una revista estadounidense imaginaria editada en la Francia de provincias de entre los años 50 y los 70, y cada uno de los diferentes capítulos en los que se divide la película versa sobre uno de los artículos incluidos en el último número de la publicación.

Entre ellos hay una guía de viajes sobre París elaborada por un fotógrafo deprimido y a la que no le falta ningún estereotipo; el perfil de un psicópata que se convierte en el pintor más influyente del mundo sin salir de la prisión; la crónica de unas protestas estudiantiles contada en primera persona por una reportera veterana que mete en su cama a un joven activista de peinado imposible; y el increíble relato de cómo un chef asiático usó su simpar talento culinario para ayudar al comisario para el que trabajaba, cuyo hijo había sido secuestrado.

A grandes rasgos, pues ”‘La crónica francesa” se estructura como una sucesión de relatos cortos que, juntos, tratan de funcionar como un homenaje de Anderson al oficio periodístico.

Lo descrito, en todo caso, ni se aproxima vagamente a ofrecer una descripción fidedigna del tipo de experiencia cinematográfica que “La crónica francesa” proporciona. Incluye historias que están dentro de otras historias que a su vez surgen de otras, digresiones y acotaciones, cambios de aspecto de pantalla y saltos constantes entre el color y el blanco y negro, diálogos literarios y floridos, secuencias de animación, pantallas partidas y varias virguerías visuales más, historias de amor y varias secuencias de acción, y tantos personajes que ha hecho falta usar a cerca de la mitad de los actores en activo para darles vida. Mucho del cine previo de Anderson tienen casi todo eso, sí, pero no en dosis tan altas. Y, como nunca hay espacio para todo, en su preocupación por su propio estilo la película sacrifica la melancólica emotividad de predecesoras como “Moonrise Kingdom” (2012) y “El Gran Hotel Budapest” (2014), obras que resulta imposible ver en su totalidad sin sentir un nudo en la garganta.

Como consecuencia, “La crónica francesa” hará que los detractores de Anderson lo sean de forma más visceral y que, al verla, sus ardientes seguidores se sientan tan deslumbrados y fascinados como de costumbre, pero, posiblemente, algo exhaustos; y también convencidos de que sería necesario verla alrededor de 15 veces para cazar todas sus referencias y sus detalles cómicos. Buena parte de ellos, en cualquier caso, a buen seguro estarán dispuestos a hacer el esfuerzo.

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