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Comidas y bebidas

Lentas reflexiones sobre el caracol

Caracoles bourguignone

Entiendo que no provoquen oleadas de entusiasmo, particularmente en este país y en esta tierra, aunque con los caracoles me ha pasado lo del extranjero que tiene el corazón y el estómago en su sitio pero está dispuesto a aprender algo más sobre la civilización. Requiere mentalidad. Comer un caracol baboso de campo suele ser algo sobre lo que se medita convenientemente. Yo lo hago. Me gustan algunas de sus preparaciones, por lo general todas aquellas que no llevan pringosos y desnaturalizadores potingues de tomate y pimentón, e incluso hace tiempo que aprendí a manejarme como es debido con las tenacillas o las pinzas, para evitar quemarme los dedos. Lo más cómodo es servir los caracoles en los platos idóneos, cada uno en su casilla, bien extraídos o en el propio caparazón fundidos en la beurre blanc o en una simple mantequilla con perejil y algo de ajo.

Lentas reflexiones sobre el caracol

También siento admiración por la capacidad de estos moluscos para sobrevivir sin la obligación de tener que alimentarse. Si alguien busca una dieta eficaz esa es la que sufren los caracoles para depurarse. El escritor británico Peter Mayle se hizo eco de la historia de un tal monsieur Locard, que en una ocasión decidió reservar escondidos en su ropero los caracoles que él y sus amigos no pudieron comer durante un banquete. Pasó el tiempo y se olvidó de ellos. Dieciocho meses más tarde dio con los caparazones y cuando cualquiera podría pensar que los bichos estarían muertos debido a la inanición, los metió en un cubo de agua y, para su asombro, revivieron. Otra de las cuestiones que suelo plantearme cuando salen a colación es en qué momento es mejor comerlos. El caracol, además de universal, no tiene una temporada establecida en el calendario gastronómico: en algunos lugares lo acostumbrado es el otoño; en otros, cuando llega la primavera, y en Francia, a todas horas. El cultivo es persistente.

Martigny-les-Bains es una localidad termal de los Vosgos que casi se sale del mapa francés, al estar situada en el punto más al Noreste. En mayo, en el comienzo de la temporada del apareamiento, se celebrará allí, como cada año, la feria del caracol, que reúne a criadores y aficionados de todo el país. El acontecimiento despierta verdadera pasión. Esos días se consumen bandejas humeantes de gros blancs y, también, de sus pequeños parientes, los petit gris. Como se trata de una feria popular, los caracoles se comen debajo de carpas, en bares y restaurantes de todas las maneras posibles y en platos de aluminio, humildes, sin las tenacillas de los establecimientos de lujo, rebosantes de mantequilla, perejil y ajo.

Los paisanos los envuelven en las servilletas de papel o en rebanadas de pan, para no quemarse ni pringarse con la grasa, y les asestan un hábil giro de palillo de manera que salen enteros de los caparazones directamente a la boca. No es fácil evitar salpicarse de mantequilla entre los deshabituados, pero también he sido testigo de contratiempos al utilizar las pinzas, que tienen el inconveniente de que cuando no están bien calibradas por el uso y el muelle falla el caracol puede salir disparado en cualquier dirección. El caracol cocinado con ajo, perejil y mantequilla, se hizo popular a partir de 1814, convirtiéndose se puede decir en un asunto exclusivo de la beurre blanc, con algo de ajo. La beurre blanc es prácticamente una salsa holandesa sin huevo. Al no llevarlo resulta más líquida que esta última.

Ese año, 1814, Talleyrand, Ministro de Relaciones Exteriores de Francia, organizó una recepción en honor al Zar de Rusia en París. Quería impresionarlo y hacerle probar algo que nunca hubiera comido. Le pidió a su cocinero borgoñón que preparase caracoles. Este, inicialmente, pensó en cocinarlos con vino, pero el ministro no estaba muy entusiasmado con la idea, que encontraba poco sofisticada. El cocinero, entonces, cocinó los gasterópodos como había visto hacer en su casa: con ajo, para disimular el sabor, perejil, para suavizar la vista y mantequilla, para favorecer la deglución. El Zar quedó prendado y el caracol se convirtió en un artículo de lujo. Hoy ya no es tan fácil dar en Borgoña con el helix pomatia o caracol de viña. Víctima de su éxito y de los pesticidas, la mayoría proviene de los países del este de Europa.

En Sicilia, la otra patria de los caracoles, predominan los cultivadores. La lumache madonita, procedente del Parco delle Madonie, una superficie natural de 40.000 metros cuadrados, próxima a Cefalú, está entre las tradiciones locales. Allí conviven tres variedades: la helix apersa muller, todo el año; la rigatella y la lumachina, de mayo a setiembre.

No hace mucho oí hablar del último invento, el polvo molido que se obtiene tras un proceso particular de cocción de la carne del caracol que se acaba pulverizando. Su precio de mercado es de 35 euros el tarro o el paquete de 50 gramos, y se utiliza para el marinado frío y caliente de platos de pescado. No he llegado a probarlo, pero algunos chefs como Carmelo Floridia, de Locanda Gulfi, en Chiaramonte, cerca de Ragusa, lo han adoptado, en su caso para confeccionar el bacalao más famoso de la casa. Antes, se había encargado de promocionarlo convenientemente la escuela culinaria Zen Food Lab. Es la novedad en el mundo del caracol después del exclusivo caviar y de los productos cosméticos.

@luism.2008

SELECCIÓN DE VINOS

Orovelo 2019

Se trata de un vino blanco de la bodega La Niña de Cuenca de marcada singularidad y elegancia procedente de uvas de la variedad albilla de manchuela, plantadas en 1940, en el límite geográfico entre la provincia conquense y Albacete. De granos más pequeños y maduración más temprana, la variedad no tiene que ver con los albillos que se producen en otros lugares del país. La crianza es de siete meses en tinajas de barro, algo que ya está dejando de ser novedad para convertirse en tendencia. En la nariz, persisten los recuerdos dulces y herbáceos, notas florales y fruta blanca madura. En la boca combina la sensación glicérica con una buena y equilibrada acidez. Seco, sabroso aunque quizás algo corto, su estructura es notable. Un vino a tener en cuenta. El precio de la botella ronda los 15 euros.  

Château de la Grande Gardiole 2012

Acumulación de frutas en este Châteauneuf-du-Pape de la Gardiole, una casa con ródanos de referencia en el mercado. Rojo rubí brillanteces reflejos en los bordes. Nariz con abundancia de frutos rojos, frambuesas, cerezas, notas florales de violetas y regaliz. En boca es sabroso, cremoso, con acidez media y taninos suaves y redondos. Bien equilibrado con un final medio, no tan largo como sería deseable. La botella cuesta alrededor de 30 euros. 

La viña de La Merce 2019

Si me preguntan por grandes vinos bebibles en relación a su precio, entre ellos estará este de El Vino Pródigo, que el viticultor Pedro Pecina Gil dedicó a su difunta madre. Con uvas tempranillo que proceden de un viñedo de la Rioja Alta, tiene una crianza de catorce meses en barricas de roble y la fiabilidad de un reloj suizo. Nunca decepciona, se mantiene siempre en un buen tono de calidad. En la añada de 2019, predominan los recuerdos de fruta fresca, balsámicos y tostados propios de la madera. En la boca resulta suave, redondo y con una agradable mineralidad. Fácil de beber y de retrogusto delicado. Sería el momento de decir esa tontería tan recurrente de que es un vino gastronómico, pero no caeré en ella. El precio, ya digo, una ganga, no llega a los 10 euros. 

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