Fue impresionante. La irrupción de Bioshock en el mundo de los videojuegos, donde sorprender con propuestas que se salgan de lo convencional es algo muy difícil, no dejó a nadie indiferente. Entrar en Rapture, aquella ciudad bajo las aguas donde las ruinas y el horror alcanzaban cotas asombrosas de inquietante belleza, se ganó el respeto y la admiración, no sólo de los críticos, sino también -y es lo que realmente importa- de los aficionados, rendidos ante el despliegue de imaginación que envolvía una acción desbocada. Llegó una segunda entrega que no dejó tan buen sabor de boca, y ahora, tras una espera demasiado larga para sus legiones de seguidores, llega un Bioshock Infinite que, sin ser secuela de los títulos previos porque transcurre en un tiempo anterior, sí recupera el mismo fulgor visual y potencia los hallazgos que hacían del primer capítulo algo diferente, de intensidad infrecuente. Ahora nos movemos por el año 1912 y el protagonista es un ex agente de la agencia de detectives Pinkerton que viajará, en un fascinante quiebro de la historia real, a la ciudad flotante de Columbia para rescatar a una mujer. Una ciudad que sufre una guerra civil devastadora, lo que añade un plus de peligrosidad a la aventura. Distinta pero no distante del primer Bioshock, este Infinite que a muchos les ha recordado en ciertos puntos al admirable Dishonored, es un divertimento que se gana al jugador desde el primer segundo y no lo suelta hasta el final. Con numerosas modalidades de combate, con abundantes tipos de enemigos a cual más fiero y con escenarios a cual más imaginativo en los que se desarrolla la historia, este juego es una de las apuestas más apasionantes, vibrantes y absorbentes del año. Y con momentos estéticos que son una auténtica obra de arte.