Penny Robinson es un personaje de la serie de los años sesenta "Perdidos en el espacio". Una niña llena de fantasía. Noble. Muy inteligente. De ella se enamoró cuando tenía 6 años Alonso Guerrero (Mérida, 1962), que publicó ayer "El amor de Penny Robinson" (Berenice), novela en la que narra lo que pasó en su vida cuando su exesposa, Letizia Ortiz, se convirtió en la prometida del Príncipe Felipe.

Adiós a la vida privada: "Me la arrebataron de un zarpazo. Desde entonces no he vuelto a pisar con negligencia los lugares públicos, ni contemplo los atardeceres sin que me separe de ellos una cortina de teatro". Lo que le colocaba en la picota "era mi relación, en el pasado, con alguien que había empezado a interesar a todo el mundo. Tu vida se llena de personas que se presentan con la excusa de conocerte, pero en realidad vienen a arrancarte pedazos. Gente sin escrúpulos, cargados con equipajes de tránsito. Arramblaron con parte de mi pasado".

Ahí empezó su existencia de "hombre de la multitud". Su pasado "era de ellos. Podían inventarlo, ensuciarlo o convertirlo en un despojo. De hecho, pusieron en mi boca tantas sandeces que mi propio padre me llamó para preguntarme si había dicho lo que decían que había dicho. Les concedes una entrevista y te escriben un epitafio".

Sin límites: "Un abogado que tenía el bufete en el entresuelo había sorprendido a un extraño hurgando en mi buzón, un hombre que había huido al oír pasos en la escalera". ¿Una carta robada? "Se lo pregunté al abogado, pero no se había fijado en si el extraño del buzón huyó con papeles. Era inquietante porque estaba esperando varios envíos de suma importancia".

El teléfono empezó a sonar "y ya no paró en los cuatro días siguientes. Lo supe porque, tras desviar las llamadas al número de móvil, tuve que tirar el móvil en una cuneta cuatro días después. Los mensajes atracaban en mi bandeja de entrada como barcos llenos de ratas".

Era una persona "normal. Tomaba el coche por las mañanas y lo aparcaba en el garaje de la oficina. Cuando se descubrió todo el pastel mis compañeros fueron bastante discretos. A todas luces, aquello les sobrepasaba, y cabalmente pensaron que también me sobrepasaba a mí. Casi nadie me preguntó nada. Nadie me pidió que declarase cuán ridículo me sentía. Quizá por eso todo era artificial, contenido, a mi alrededor. El conserje me saludaba con demasiada cortesía. En la cafetería me daban las mejores tapas. (...) Siempre había creído que la popularidad era otra cosa, no aquel camino hacia lugares de los que no vas a volver nunca".

Iba a comprar las revistas "dispuesto a todo, convencido de que nada de lo que hallase en ellas sería creíble, ni para mí ni para nadie. En la foto, un niño de 7 años, mirando fijamente a la cámara, embutido en unos leotardos, de pie junto al toro de plástico que me había regalado mi padre y del que no me separé hasta la única mudanza domiciliaria de mi niñez, a los 10 años, aparecía en la portada de una de ellas".

La fama estuvo bien "durante la primera semana, pero han pasado más de dos. No puedo salir de casa. No me dejan trabajar en paz. Mi padre me llama por teléfono para preguntarme por qué he dejado de hablarle. Todo esto me ha superado".

Momentos duros: "No supe qué pensar mientras, lentamente, perdía la noción de todo. Click, click, click... La gente hacía tiempo que rodeaba el coche. Sentí en el cutis el soplo de los pájaros de la fuente de Mariano de Cavia y oí con infinito cansancio (...) a un hombre que miraba a través de la ventanilla y le decía a su acompañante: '¿No es ese tipo el exmarido de la Princesa?'".

Guerrero escribe sobre "Laura", una expareja que le traiciona y dispuesta a todo tras divorciarse. Y hace referencia a dos fotografías de desnudos con él al otro lado de la cámara: "Me sobrecogió su desnudez. Tomé la instantánea aquel atardecer de verano mientras dormía. Recordé haber buscado el encuadre durante mucho rato y al despertar, había puesto el automático y me había fotografiado junto a ella, tan desnudo como ella (...) Estaba enamorado de su bronceado. Las líneas bordeaban los hombros y caían a la parte interna de los muslos como si la confundieran con un tragaluz". Y recuerda también a una jovencísima "Nené": "La vi salir embutida en aquel gabán de cosaco bajo del cual iba casi desnuda. Era bella como un diluvio, pero desapareció bajo el sol de diciembre sin dejar rastro. Sin darme cuenta, había llegado a obsesionarme con sus ojos y su boca". Guerrero y Ortiz se conocieron en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid. Él le daba clases de Literatura.