Aproximarse a una serie como Fauda ("Caos" en árabe) la primera vez tiene algunos riesgos. El mayor, que los prejuicios empañen la mirada. El conflicto entre palestinos e isralíes contado desde una de las partes intimida. Y más cuando el argumento plantea problemas que hemos visto hasta la saciedad en series norteamericanas: enemigos que se buscan, enemigos que se encuentran. Agentes secretos, terroristas. Daños colaterales. Tiroteos, secuestros, negociaciones, odio a destajo y furia desbocada entre bandos condenados a no entenderse jamás. Pero pronto queda claro que los creadores intentan aislarse del ruido ambiental y alejarse de los caminos trillados. La primera temporada fue, salvo alguna concesión ocasional al maniqueísmo en el tratamiento de algunos personajes, todo un ejemplo de equilibrio entre el desarrollo de personajes convincentes y la ejecución de secuencias en las que manda más la tensión interna que la acción al uso. De ahí que hubiera una intención clara de elegir intérpretes de aspecto normal y corriente, sin guaperas ni carismas forzados. Tampoco las partes más o menos románticas se dejaban llevar por el habitual efectismo sentimental con sexo a contraluz y dimes y diretes sensibleros. La voluntad de realismo impregnaba cada escena, incluso cuando se forzaba la máquina para meterle presión a la olla de una guerra cotidiana en la que puede pasar cualquier cosa a la vuelta de la esquina: un bombazo, un disparo en la nuca, una persecución, un rapto, una tortura. Sin señalar buenos, sin marcar malos: nadie es inocente y todos tienen sus razones, aunque algunas de ellas sean, vistas desde la distancia, abominables.

La segunda temporada pierde algo de fuelle. Quizá desorientada por el éxito, los guiones han perdido frescura, intensidad y, sobre todo, realismo. Por momentos se parece a productos como Homeland, con secuencias de tiroteos frecuentes, secuestros brutales y giros de guión que intentan sorprender pero se ven venir de lejos. También los toques amorosos se vuelven convencionales y en determinados momentos, como cuando la turba intenta linchar a los agentes y hay una ensalada de tiros descontrolada, la incredulidad de adueña de la historia.

Sin embargo y pese al bajón, Fauda conserva suficientes elementos de interés para seguir prestando atención a las peripecias de su torrencial y atormentado protagonista, y aunque se pierde algo de mesura en ciertos retratos de algunos personajes, esa sensación permanente de odio sin fisuras que se respira en el ambiente, esa incomodidad que dejan esos enfrentamientos entre seres humanos capaces de cualquier atrocidad para conseguir sus propósitos, esa atmósfera de caos y desesperanza que se cobija incluso en la mirada de un niño amartillado ante un enemigo caído, hacen de la serie una oportunidad perfecta para conocer un poco más y mejor las interioridades más convulsas y salvajes de un conflicto con una complejidad, unas ramificaciones y unos intereses que con una sola mirada de telediario no se perciben. Desasosiego al por mayor, y un final ciertamente impactante.