N. HERMIDA

Hay un nuevo espacio en el que la ilusión cobra vida, en el que lo más inesperado sucede, en el que las normas establecidas desaparecen, en el que el arte se completa en el ojo del espectador. Ese lugar es el sótano del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Y el maestro de esta inigualable experiencia es Victor Vasarely. O más bien la selección de sus obras presentes en "El nacimiento del Op Art", la exposición sobre el artista húngaro, que se puede visitar en la capital hasta el 9 de septiembre.

Hablar de Vasarely es hablar de juego, en el sentido más amplio de la palabra. Es hablar de formas imposibles, de polos opuestos, de la ciencia aplicada al arte, de las obras múltiples y de las ideas únicas. Pero también es hablar de precisión, de técnica, de exquisito manejo de los materiales, de amor por la creación hasta el punto de convertirla en una onda expansiva que busca invadir todos los rincones de la tierra.

En esta muestra, el viaje por su complejo universo, tanto interno como artístico, pasa por nueve estaciones. Nueve etapas de su vida, que no siguen un orden cronológico, para ser fiel al caos ordenado del protagonista; que le han convertido en leyenda.

La primera estación recoge una de las series más emblemáticas de Vasarely, "Estructuras Vega" -en honor a la estrella Vega, la que más brilla en las noches estivales del hemisferio norte-, y que el artista realizó a mediados de los 60, en el momento más álgido de su carrera. Elementos como: el efecto espacial, los blancos y negros, los efectos de concavidad y convexidad? tan característicos de Vasarely, aparecen reflejados en estos acrílicos y serigrafías que hablan directamente del interior del artista, de sus preocupaciones e intereses. Casi todos científicos, por supuesto. Porque si hay algo que amaba el pintor húngaro era la física, la cibernética, las teorías de la psicología? todo muy alejado de esa imagen romántica del artista -lo que le hizo recibir muchas críticas de las líneas más puristas y clásicas del gremio-.

Quizás una explicación para esta obsesión por formular el arte, por reinventar las dimensiones y por recrear los colores podría ser la formación de Vasarely. El artista estudió diseño gráfico en Budapest, en la escuela Mühely, dirigida por Sándor Bortnyk, pintor y diseñador relacionado con la Bahuaus. Aquí fue donde comenzó a interesarse por los geometristas abstractos como Mondrian o Malevich. Y es en esta época -la segunda parada de la exposición- en la que demuestra su pericia técnica y empieza a desarrollar sus composiciones con efectos visuales, la antesala de sus experimentos posteriores con la plasticidad y el arte cinético.

A mediados de los años 30, cuando ya se había instalado en París, Vasarely comienza a demostrar en su obra su obsesión por la deformación, por el juego de líneas paralelas -que le tenía fascinado desde niño-, y por el blanco y el negro. También por figuras como el arlequín, las cebras, los marcianos y los maniquís, que protagonizaron esta etapa figurativa y semifigurativa. Y surgen los "Naissances" (nacimientos), un descubrimiento de Vasarely al superponer los negativos fotográficos de sus dibujos sobre los originales, obteniendo como resultado configuraciones aleatorias que acabó ampliando a una escala monumental, utilizando la escultura y la arquitectura como herramientas principales.

En la década de los 40 el artista húngaro evoluciona hacia la plena abstracción, tras conocer y ahondar en la psicología de la Gestalt, centrada en el análisis de la percepción visual. Fue el trampolín para su salto mortal hacia el arte cinético. En abril de 1955, la exposición "Le Mouvement" (el movimiento), de la galería parisina Denise René, marca un hito en la historia de este género artístico. El movimiento por fin era real. Y psicodélico. El arte cobraba vida en el ojo del espectador gracias a una sensación ilusoria que Vasarely consigue con elementos geométricos y con el blanco y el negro.

Los cuadros, múltiples y bocetos de sus estudios sobre la Unidad Plástica -un concepto que expresa que una unidad consta de dos formas y dos formas constituyen una sola unidad-, llenos de interferencias, acercamientos y separaciones, y luces y sombras; protagonizan la sección de "Sistemas Universales a partir de un alfabeto plástico".

A pesar de no utilizar nunca un ordenador para su trabajo, Vasarely era un fanático de los algoritmos, de la reproducción en serie, de la tecnología al servicio del hombre. Y por eso, fue uno de los principales defensores de la democratización del arte. De la creación de obras en serie, siempre que se cumplieran a rajatabla los estándares de calidad en cada una de las piezas que conformaran dicha serie. Así llegaron sus múltiples -uno de ellos instalado en la estación de Montparnasse de París-; sus serigrafías -de las que podía hacer más de 500, pero revisando a conciencia el trabajo de todos los operarios que participaban en el proceso de multiplicación-; y su "Folclore planetario", con el que defendía que las ciudades del futuro serían obras plásticas monumentales y producidas en serie. Una exposición que reta a los sentidos, a los sentimientos, a los estándares del arte y, lo más importante, a la conciencia.