En los cristales de la pirámide del Museo del Louvre, que mañana cumple 30 años convertida en un emblema más de la ciudad, ya no quedan cicatrices de la controversia que provocó su diseño vanguardista en medio de un palacio neoclásico. No es la primera vez, recuerda Jack Lang, el ministro socialista de Cultura que impulsó el proyecto en los años 80, que un gran monumento despierta la furia ciega de los puristas antes de pasar a engrosar la nómina de los símbolos de París. La torre Eiffel o el Centro Pompidou sufrieron el mismo ritual iniciático por el que pasó esta obra que el arquitecto chino Ieoh Ming Pei convirtió en la puerta de entrada del mayor museo del mundo.