Antes de rodar para Neflix la notable Hater, Jan Komasa había visitado, con resultados mejor cincelados y precisos, el territorio de la impostura en Corpus Christi, la mejor película llegada a nuestras exhaustas carteleras en mucho, mucho tiempo. Pero, tratando de dos impostores, los planteamientos y los escenarios son muy distintos. Incluido el ropaje estético. Si en Hater el embaucador era un arribista que se servía de la mentira y el engaño a lo bruto para trepar en la escala social (y de paso ligarse a la rica heredera) arropado por gente con menos escrúpulos aún en el (in)mundo virtual de las redes sociales envenenadas y venenosas, en "Corpus Christi" el protagonista procede también del arroyo (más fangoso y tatuado), pero no tiene ambiciones mundanas. La suya es una huida espiritual en la que su rudimentaria religiosidad le proporcionará una oportunidad de redención fraudulenta: curiosa forma de intentar enmendar su vida delictiva cometiendo otro delito... por una buena causa. Dejando atrás el reformatorio donde la ira y el odio son el pan duro de cada día, Daniel, invadido por un deseo no del todo claro de dedicarse a Cristo, tendrá un destino fuera de la reclusión (la carpintería como metáfora cercana a lo bíblico) en el que asumirá el papel de sacerdote engañando a (casi) todo el mundo. No es que sea una idea muy original, pero los recovecos que visita Komasa lo enriquecen de forma implacable: desde el dolor colectivo por un accidente que desangró el pueblo, y su desembocadura en odio hacia quien lo causó, hasta una relación trémula y titubeante de amor apesadumbrado, pasando por las colisiones con el poderoso alcalde o el suspense de las misas y confesiones fraudulentas. Una fotografía de bella gelidez, unas interpretaciones magníficas (las miradas de Bartosz Bielenia en su vía crucis convulso e imprevisible son escalofriantes) y un desenlace de honestidad admirable en su valiente crudeza hacen de "Corpus Christi" una película tan lúcida como emotiva, tan dura como flexible.