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“El juego del calamar”: genialidad o fraude

Dos visiones contrapuestas de la serie de Netflix que se ha convertido en un fenómeno universal

Uno de los “guardianes”.

EN CONTRA

Previsible e incongruente

Nando SALVÁ

“El juego del calamar” reproduce con astucia y meticulosidad una estructura argumental de eficacia probada, e insufla de notables dosis de emotividad su sádica premisa, que resulta repelente pero también muy atractiva. Sus personajes centrales están desarrollados lo suficiente como para garantizar nuestro interés y, mientras los contempla, la serie exhibe varios momentos de comedia –negra, por supuesto– y un puñado de escenas francamente vistosas. Su eficacia narrativa está fuera de duda.

Pero, ¿hay para tanto? ¿Tiene sentido el fenómeno cultural en el que se ha convertido? Son dos preguntas distintas. Y no admiten la misma respuesta.

Netflix tiene el poder para generar y estimular ese tipo de fenómenos, gracias a sus certeras estrategias de marketing y autopromoción, a su capacidad para sacar partido de las pautas de consumo cultural que las redes sociales imponen y a los algoritmos de recomendación y jerarquización de la oferta en los que se basa su plataforma. Los usuarios pueden tomar decisiones, pero siempre en función de las limitadas opciones que en él se nos presentan. Esos usuarios asumen que sus opiniones solo importan si se refieren a aquello de lo que el resto del mundo ya habla. Y la discusión pública no da espacio a productos que no sean fácilmente convertibles en meme.

“El juego del calamar” ha generado memes. Muchísimos. Y a ese estruendo se ha unido el que consecuentemente han provocado los medios de comunicación en un intento de traducir el hype en clics. En este momento haber visto la serie es prácticamente un requisito, porque casi nadie quiere tener la sensación de nos estar conectado.

Por supuesto, nada de eso habría sucedido de no ser por la pericia con que “El juego del calamar” maneja los cliffhangers para estimular el binge-watching, y esos son dos conceptos que, ojo, carga el diablo. Al verla se hace difícil apartar la mirada del mismo modo que, pongamos, es casi imposible que no te salga un nudo en la garganta al ver “Una mente maravillosa” a pesar de que es un pastel. Que una película te haga llorar no es garantía de calidad, y lo mismo puede decirse de una serie que te empuja a devorar sus episodios sin descanso.

Quizá si a la hora de verla no hubiéramos caído en la glotonería que Netflix estimula, habríamos decidido que no, que “El juego del calamar” no es para tanto. Su premisa se parece mucho a la de “El malvado Zaroff” (1932), a la de “Battle royale” (2000), a la de la saga “Saw”, a la de “Los juegos del hambre” (2012) y a la de “Alice in Borderland” (2020). Su relato no solo está lleno de improbabilidades y situaciones ilógicas sino que además deja numerosos cabos sueltos –eso tal vez es deliberado, pero tal vez no–, y a pesar de ello resulta del todo predecible; se apoya en un personaje principal que carece de carisma, y se abre camino gracias a la suerte y a su habilidad para aprovecharse de la inteligencia de los demás; y, dado lo poco que explora su asunto de cabecera –la explotación de los ricos a los pobres–, en última instancia da la sensación de usarlo como mera excusa para entretenernos con una sucesión de juegos perversos y de secuencias violentas. Y, puestos a buscarle las incongruencias, ahí van dos más: es una serie que critica el modo que tiene el capitalismo de modelar nuestro pensamiento, pero que ha sido producida por una compañía todopoderosa que usa algoritmos para hacer precisamente lo mismo; y es, en parte, un comentario moral sobre los males de ser espectador que, eso sí, es lo más visto en Netflix.

Ojalá no tarden en estrenar la segunda temporada.

A FAVOR

Identidad surcoreana

Quim CASAS

La serie surcoreana “El juego del calamar” nos engancha por la misma razón que en los últimos años nos han fascinado un puñado de películas procedentes de este país. A veces no acabamos de comprender, desde nuestra perspectiva occidental, ciertos conceptos. A veces nos reímos con situaciones que en la cultura y forma de vida coreanas son corrientes y trágicas. Recuerdo una secuencia de “The host”, el tercer largometraje de Bong Joon-ho, que acontece en un funeral colectivo. Los personajes lloran convulsamente pero así es en una realidad que nosotros no comprendemos, o ahora entendemos mejor gracias al floreciente y atractivo audiovisual surcoreano. “Parásitos”, lo último de Bong Joon-ho, fue la clara demostración de como esta imaginería tan particular podía alcanzarnos a todos con un éxito inusitado. Ahora son las teleseries las que juegan un similar papel. La industria audiovisual de Corea del Sur ha visto claramente el filón y se dispone a explotarlo.

Pero lo mejor de “El juego del calamar” es que todo lo que propone lo hace desde una concepción personal, sabiendo que ahora mismo, lo que llega de esa cinematografía tiene un mínimo éxito asegurado. La serie funciona con sus armas, sin darle tregua al espectador ni amoldarse a sus previsiones. Park Chan-wook, el otro gran cineasta del momento, pasó a la televisión en 2018 con una adaptación de la novela de John le Carré “La chica del tambor”. A su manera, se occidentalizó. Y ahora prepara “The sympathizer”, una miniserie para HBO con Robert Downey Jr. Bong Joon-ho debutó en Netflix hace cuatro años con “Okja”, y esa sigue siendo su peor película. Pero el creador de “El juego del calamar”, Hwang Dong-hyuk, director y guionista de corta y poco celebrada carrera, no ha apelado a otras convenciones que no sean las de su propio país: el nombre de la serie procede de un juego infantil muy popular en los años 70 que aquí se convierte en cualquier cosa menos una experiencia lúdica.

Y volvemos a la pregunta de antes. ¿Por qué engancha tanto hasta convertirse en otro fenómeno del streaming que no cesa? Sin duda por su forma de convertir en espectáculo, al principio algo cómico, después bastante desolador, una historia aferrada a la realidad de las crisis sociales y económicas que nos envuelven. También por su métrica tan particular, esa forma de narrar sin demasiadas elipsis y estirando a veces las situaciones lo indecible, como ocurre en los mangas japoneses y en casi todas las películas de acción surcoreanas, pródigas en detalles que a cualquier cineasta occidental le parecerían de lo más prescindible. Es otro imaginario, y eso siempre viene bien cuando el nuestro se agota. Pasó hace más de medio siglo cuando Occidente descubrió a Akira Kurosawa.

Lo que pasa en “El juego del calamar” nos parece a la vez lejano y cercano. Maneja algunos códigos universales: las violentas pruebas que pasan sus protagonistas evocan los combates de gladiadores, los juegos de rol y los videojuegos. Y su visible alegoría sobre el sistema capitalista, aunque fácil, también es un elemento para tener en cuenta: el creador de la serie tomó nota de unos hechos ocurridos en 2009, cuando una compañía de automóviles surcoreana dejó en la calle a mas de 2.500 trabajadores, la mayoría de ellos ocuparon la planta. Hay una sorpresa final que convierte a su protagonista, el jugador 456, en una veleta del destino. Empieza el relato siendo un tipo tan disparatado y poco empático como el protagonista de “The host”, pero tras las pruebas vividas y los amigos perdidos, nada será lo mismo. El audiovisual coreano nos fascina, y no es complaciente.

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