¿Quién iba a decirle a Pedro Menéndez hace 40 años, cuando su cerebro cortocircuitó e hizo estallar su vida, que un día podría confiar en sí mismo y que acabaría siendo feliz? ¿Cómo podría él imaginar a los 18 años, cuando su enfermedad se manifestó por primera vez, todo lo que se le venía encima? ¿Cómo aceptar que debía renunciar a la existencia que él y su familia habían imaginado para él? ¿Es posible aceptar que la vida, tal y como se supone que debería ser, ya no será nunca? ¿Es soportable? Pedro Menéndez se perdió muchas veces antes de encontrarse a sí mismo. La esquizofrenia que le diagnosticaron en su primera juventud es una carga oscura que le ha amargado, a él y a los suyos, pero con la que, a pesar de todo, ha logrado avanzar, hasta poder decir que se siente satisfecho de sí mismo, incluso orgulloso, y que pasa sus días alegremente.

Para llegar hasta aquí, Pedro Menéndez ha tenido que aprender "a conocerse a sí mismo", con el colosal esfuerzo que para cualquiera supone eso y que es aún mayor cuando se tiene la mente en contra. Aunque la enfermedad lleva muchos años sin manifestarse, y él es muy metódico con la medicación, sabe que tiene que mantenerse atento. "La psicoterapia me ayuda a estar mejor, me ayuda en mi vida", explica a quien tiene interés en escucharle, porque, por lo que dice, "con una enfermedad como ésta se te rompe la vida, y no sabes cómo recomenzarla". "Lo más fácil es que te aísles. La gente te olvida, te quedas olvidado y acabas olvidándote tú de ti mismo", relata.

A reencontrarse le ha ayudado mucho en estos últimos años el acudir diariamente a un centro de atención psicosocial en salud mental, donde trabajadores sociales, pedagogos, terapeutas, psicólogos y sociólogos les enseñan, a él y a muchos otros enfermos, a entrenar su autoestima, a mejorar su educación psicológica y sus habilidades sociales; y, de paso, le ofrece una comunidad donde se siente reconfortado y a la que tiene algo que ofrecer.

A sus 58 años, Pedro Menéndez confiesa que nunca hubiera creído que sería capaz de hablar en público y participar en una mesa redonda, para hablar sobre la enfermedad mental; reconoce que nunca pensó que retomaría el dibujo, que tanto le gustaba en su juventud, y que daría clases en un centro de Oviedo, A Teyavana, al que acude diariamente -salvo fines de semana- desde hace tres años y que está especializado en atender a las personas con problemas de salud mental, niños o adultos.

Tampoco Esther García, que lleva desde la treintena batallando con la enfermedad mental -ahora tiene 51 años- se veía dirigiendo un taller de cocina para sus compañeros, ni siquiera podría haber previsto que un día tendría su propia casa y que podría ser capaz de cuidar de sí misma. Durante años dependió de los cuidados familiares, desde que empezó a percibir los síntomas de su trastorno: mucho nerviosismo, llanto, abatimiento y la sensación de no dar pie con bola y equivocarse una vez tras otra.

Sus mañanas transcurren en el centro A Teyavana. Con sus profesionales, e incluso con sus compañeros, ha aprendido a reconocer las señales que anuncian una recaída y a manejarlas y pedir ayuda. "Incluso a hablar con el médico y a pedirle información", añade. Ha descubierto también lo mucho que le gusta viajar, descubrir paisajes y recorrer nuevas ciudades, y sentirse libre, autónoma y capaz. Hasta ahora, con sus compañeros de A Teyavana, ha visitado Galicia, Málaga y Valencia.

Verónica García, la trabajadora social del centro, reflexiona sobre lo "abandonados" que se sienten muchos enfermos mentales, incomprendidos por sus allegados y sin recursos públicos en los que buscar apoyo. Apunta a la concertación de servicios con entidades privadas como una vía a explorar, para proporcionar a los pacientes, y también a sus familias, las herramientas y el respaldo que necesitan "para aprender a convivir" con un peso que no tiene porque malograr sus vidas.