Cuando alguien escucha la palabra "sexo", automáticamente piensa en una de estas tres opciones: tener sexo (lo que se hace), los genitales (lo que se tiene) o ser hombre o mujer (lo que se es). "Sexo" es una palabra polisémica cuyo uso y abuso ha banalizado y simplificado su significado.

La acepción más frecuente suele ser la referencia a los genitales y a lo que hacemos o dejamos de hacer con ellos. Desde la sexología sustantiva se propone la idea de que el sexo es lo que se es. Nos construye como mujeres y como hombres a lo largo de toda nuestra vida, desde el vientre hasta la muerte. No es algo estático, sino que se construye a lo largo de la biografía. ¿Somos la misma mujer o el mismo hombre con 10 años que con 30, o con 70? Por tanto, ser hombre o ser mujer no es dicotómico, a pesar de que muchos se empeñen en reducirlo a cromosomas o genitales. Surgen cientos, miles, millones de formas, maneras y peculiaridades de ser las mujeres y hombres que cada uno somos. Cada uno desde nuestra forma única y peculiar de estar en el mundo. Esto se compone de quiénes somos, cómo nos vivimos, qué deseamos, cómo nos relacionamos, de los deseos, los placeres, las dificultades, las limitaciones, los encuentros y desencuentros y un largo etcétera.

En este contexto, cabe preguntarse qué es, entonces, una óptima salud sexual. Si nos remitimos a la definición de salud que propone la Organización Mundial de la Salud (OMS), tendremos que es el "estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones y enfermedades". Esta misma organización se refiere a la salud sexual como "un estado de bienestar físico, mental y social en relación con la sexualidad".

Sin embargo, este bienestar sexual es muchas veces reducido a puros términos cuantitativos como el número de prácticas, el cronometraje de las erecciones o el contaje de los orgasmos. Esto establece una pseudonorma que repercute negativamente en las personas: aquél que se encuentra fuera de esos parámetros se convierte automáticamente en "raro" o "enfermo". Es aquí donde algunas vivencias se problematizan y surgen "algunas patologías" que, en la mayoría de las ocasiones, más que "enfermedades" son "dificultades comunes" que, en algún momento, se darán en todos los hombres y mujeres: tengo mucho o poco deseo, o más o menos deseo que mi pareja, tardo más o menos de lo debido en eyacular, mis erecciones son excesivas o pocas, me cuesta o no me cuesta excitarme, etcétera. Aparece una vara externa de medir, estándar e idealizada, en la que nos comparamos saliendo normalmente mal parados, problematizando nuestros cuerpos y vivencias.

Esto se complica aún más si añadimos el ideario de la pornografía. En él los cuerpos excesivos, los tiempos estratosféricos y las prácticas irrealizables nos muestran un espejo donde es imposible mirarse. Encontramos casos de personas -sobre todo jóvenes- que se sienten mal por no tener los cuerpos, por no cumplir los tiempos ni las maneras de hacer de esta industria. Interpretan lo que ven como una fotografía de la realidad y no como una ficción en la que existen actores (normalmente con cuerpos operados), montaje de escenas, posproducción y una serie de profesionales trabajando en crear un vídeo que idealiza la práctica sexual. Sumamos a esto la falta de una educación sexual reglada y de calidad.

Todo esto contribuye a esta visión reduccionista del "sexo". A ello, tampoco ayuda la frecuente asociación de "sexo" con "peligro", con "miedo". Es frecuente, cuando hablamos con adolescentes sobre sexo que, en vez de hablar de ser y estar a gusto con uno mismo, de vivirse bien, de expresarse, de desear, de sentirse deseado, de los amores, nos concentramos en los riesgos del uso de los genitales: infecciones de transmisión sexual y prevención de embarazos. Y está claro que el sexo engloba el tema de la procreación o no procreación, pero reducirlo a eso es como reducir las matemáticas a las multiplicaciones y las divisiones.

El poder relacionarnos de forma amistosa, adecuada, positiva con el hombre o la mujer que somos nos va a permitir llevar una vida saludable. Por otro lado, también es necesario que la sociedad nos permita vivir de forma positiva esa feminidad o masculinidad en todas sus formas posibles. Esto en numerosas ocasiones no ocurre así: la homosexualidad fue considerada delito y, posteriormente, enfermedad hasta el año 1973. ¿Qué trato estamos dando a las personas transexuales personal e institucionalmente? ¿Qué ocurre cuando una pareja decide que sea el padre el que cuide a sus hijos y que la mujer se reincorpore a trabajar? ¿Qué le decimos a un niño que se quiere poner una camiseta rosa? Parece que nuestra masculinidad o nuestra feminidad -nuestra sexualidad- se encuentran siempre en tela de juicio con un juez normalmente poco justo y empático.

Para conseguir esa buena salud sexual deberíamos empezar por en vez de hablar de sexo añadirle una "s" y comenzar a hablar de los sexos, de los hombres y de las mujeres, de sus diferencias, de sus mezclas, de sus vivencias y a través de la educación sexual trabajar para el encuentro y el entendimiento de estos sexos y para lograr el vivirnos a nosotros mismos como seres únicos e irrepetibles.