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Una pandemia llena de contradicciones

Frente a la ley de Eutanasia, la experiencia de una médica: “Los pacientes solo piden un buen acompañamiento”

Un tatuaje que dice: “No resucitar”.

Comenzamos un Año Nuevo con la esperanza de que esta pandemia, que ha venido a cambiar el ritmo de la humanidad, tenga los días contados. Nos motiva el deseo muy humano de que la vida vuelva a ser “más normal”, que nos permita mantener unas relaciones más humanas en los distintos ámbitos de la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en la escuela, en la calle. Y es que algo de dimensiones microscópicas como es un virus, que hasta ahora parecía banal, con el que podíamos luchar con los recursos farmacológicos que todos conocemos –aunque en no pocas ocasiones, no lo olvidemos, se complicaba sin poder predecirlo–, ha llegado a amenazar no sólo nuestra salud, sino, como consecuencia, la forma de relacionarnos con los demás. Hasta el punto de no poder hacerlo en ocasiones.

Son muchas las carencias de recursos y organizativas que se han visto llamadas a mejorar, pero quizá lo que humanamente más nos ha golpeado haya sido que ha puesto ante nuestros ojos lo que tanto nos cuesta reconocer: que somos vulnerables, que no lo podemos todo, que una crisis como esta nos iguala en la posibilidad de vernos afectados, independientemente de nuestras creencias, ideologías, sexo, estado civil u opción política.

La cara buena, que todas las crisis la tienen, es que ha despertado en cierta medida la solidaridad, el deseo de luchar unidos por salvar la situación, por cuidar no sólo la propia vida, sino también la del prójimo.

Frente a este deseo compartido de que triunfe la vida con mayor bienestar, asistimos a la aprobación de una ley, la de la Eutanasia, que bajo el pretexto de una muerte "más digna", ofrece al paciente poner fin a su vida

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Frente a este deseo compartido por todos de que triunfe la vida con mayor bienestar, más segura, donde volvamos a poder mantener una conversación con los amigos sin preocuparnos de ser contagiados o contagiar, donde podamos expresar los afectos de una forma más explícita, asistimos a la aprobación de una ley, la de la Eutanasia, que, bajo pretexto de una muerte “más digna”, ofrece al paciente poner fin a su vida.

Cuando Boecio, filósofo romano (480-525 d. C.), definió la persona como “sustancia individual de naturaleza racional”, ponía las bases de lo más característico del concepto de persona frente a otros seres vivos: la racionalidad, que se va desarrollando, al igual que otras capacidades del ser humano, desde el primer momento de su concepción hasta el final de su vida, si bien por distintas patologías esta capacidad cognitiva puede llegar a verse alterada. Si esta no llegase a desarrollarse, ¿podríamos hablar con toda certeza de persona?, ¿dónde reside la dignidad del ser humano?

La corriente relativista que caracteriza la mentalidad del hombre posmoderno responderá que la dignidad de cada persona puede llegar a depender de criterios variables materiales, sociales, religiosos o políticos.

Sin embargo, en referencia a la mencionada definición de Boecio, esta “naturaleza racional” la posee una “sustancia individual”, es decir, un sujeto individual, único e irrepetible, capaz de ejecutar actos libres, decisiones sobre su vida, actos religiosos, y es aquí donde radica la condición sublime de la dignidad humana, que desde una concepción más teológica nos lleva al origen de la humanidad, en el acto creador, cuando Dios hace al hombre “a su imagen y semejanza”.

Dicho esto, lo que llama más la atención en este momento no es la lucha por superar esta crisis, poniendo todos los medios y recursos humanamente posibles, como respuesta a un humanismo que pone en el centro el bienestar de todo ser humano, como un derecho o bien como gratitud, si partimos de que toda vida es don, puesto que nadie puede nacer si no es engendrado por sus padres. Lo que resulta contradictorio es que, frente a todo gesto de querer vivir con dignidad y desarrollando las capacidades sociales que hacen posible también en cada momento el crecimiento y maduración de la persona, como pueden ser la escolarización o las relaciones sociales, así como el desempeño de una profesión e incluso la dimensión más lúdica o cultural, se abra el debate sobre una ley que no responde a las inquietudes de la persona en sus últimos días de vida.

Lo contradictorio es que, frente a todo gesto de querer vivir con dignidad y desarrollando las capacidades sociales, se abra el debate sobre una ley que no responde a las inquietudes de la persona en sus últimos días de vida

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Lo que el paciente solicita de un médico en sus últimos días, al menos esta es mi experiencia de algo más de veinte años ejerciendo la Medicina, es no sufrir, poder controlar el dolor, no verse solo en el trance de sus últimos días, que no se haga un “pacto de silencio” en torno a su enfermedad. Lo que pide es que se le acompañe y con cariño y respeto se vaya dando respuesta a los interrogantes de todo tipo: médico, psicológico y espiritual en algunos casos, que van surgiendo.

Lo que cada uno de los profesionales médicos promete o jura al graduarse, según el juramento hipocrático actualizado en la “Declaración de Ginebra”, es velar por la salud y bienestar de los pacientes, respetar su dignidad y autonomía, y velar con el máximo respeto por la vida humana.

Defender una ley como salvaguarda de la libertad humana y modelo de compasión responde a una bioética utilitarista, en la que prima la utilidad sobre los principios básicos de justicia y beneficencia, así como el respeto a la dignidad. De este modo, la vida es valorada según criterios de calidad y utilidad, establecidos por la propia sociedad según intereses puntuales. En esta huida propia del pensamiento del hombre contemporáneo de todo lo que suene a valor absoluto o trascendente, fundado en una mejor calidad, todo se ordena a un bienestar relativo e inmediato. Frente a esta “otra cara” de la bioética, la tendencia personalista de la misma reconoce el valor de la persona en sí misma, desde la dignidad propia de su ser, por encima de la utilidad que pueda prestar a un bien o valor importante en un momento determinado.

Cuando Cicely Saunders, enfermera británica del siglo pasado que fundó el movimiento Hospice de Cuidados Paliativos, comienza a hablar de “dolor total”, ya podemos intuir que lo que físicamente es tan sólo una estimulación de fibras en el cuerpo humano puede afectar a las distintas dimensiones del ser humano, y, en consecuencia, llevar a humanizar el tratamiento que se aplique.

La vida es valorada según criterios de calidad y utilidad, establecidos por la propia sociedad según intereses puntuales; en esta huida propia del pensamiento del hombre contemporáneo todo se ordena a un bienestar relativo e inmediato

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Quizá, sin ser consciente de ello, esta mujer llena de coraje y entusiasmo por el cuidado de los enfermos “desahuciados” estaba dando paso a un nuevo concepto de medicina más humano, que ha llegado hasta nuestros días y que puede y debe responder a las necesidades que el paciente presenta: médicas, psicológicas, espirituales, así como a los familiares más cercanos, que también se enfrentan a una situación nueva y desagradable. En definitiva, mi propuesta es que aprovechemos tanto bueno como ha sacado de esta sociedad la pandemia para seguir defendiendo la vida, toda vida humana, por el valor que tiene esencialmente, e independientemente de su “utilidad”, porque es vida humana que busca crecer, madurar, tomar opciones importantes en su vida y saber también encajar con la mayor dignidad posible el sufrimiento.

Aquí los profesionales de la medicina tenemos una responsabilidad grande de conocer y formarnos en el campo de la bioética y los cuidados paliativos, para que ninguna apuesta social o política pretenda hacernos creer que hacemos al ser humano más libre y ejercemos una mayor compasión cuando ejecutamos, en nombre de una mayor calidad, su muerte.

Así, el reto de nuestra sociedad, ahora que todos nos sentimos un poco más unidos y solidarios, será afrontar algo tan humano y tan sagrado como es la enfermedad terminal o incurable, poniendo en el centro a la persona con todas sus necesidades humanas, psicológicas y espirituales. Entonces sí que podremos decir que seguimos progresando. Porque la muerte buscada no puede ser considerada nunca un logro de la humanidad, sino un fracaso de las ciencias médicas y, por extensión, de la sociedad que lo aplaude.

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