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Sandra Cid, la niña con autismo que acabó estudiando psicología para entender mejor lo que le pasaba

"Me decían que era rara, sentía que no encajaba"

Las vidas “invisibles”  del autismo

Las vidas “invisibles” del autismo Amor Domínguez

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Las vidas “invisibles” del autismo Marcos PALICIO / Amor DOMÍNGUEZ

–Pues no lo pareces.

A Sandra Cid-Duarte, graduada en Psicología, estudiante de doctorado de 24 años, pelo teñido de verde, ropa negra y tatuajes, se lo dijo un psiquiatra cuando leyó en su historial la referencia al trastorno del espectro autista (TEA). No es sólo en las consultas médicas donde ha sentido el peso de la duda, el estereotipo y el estigma. Tampoco está sola en esta sensación de que la sociedad se aparta y la aísla, o no la entiende. A su alrededor hay un colectivo en expansión y sin contar del todo, de al menos un millar de familias asturianas y puede que de 2.000 alumnos en las aulas, que lleva años predicando en el desierto contra su “invisibilidad” y su inexistencia en el sistema sanitario y educativo. Como si el recogimiento personal que caracteriza al trastorno se doblara con el arrinconamiento adicional de una sociedad que desplaza lo que no comprende.

El 2 de abril, con su etiqueta de Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, va a volver a ser para Carmen de la Rosa, presidenta de la asociación de familiares “Niños del silencio” (Adansi), otro “día de la marmota” en el que tendrá que repetir que las 83 páginas de la Estrategia Española del Autismo, aprobada desde 2015, siguen sin salir del papel.

Sandra fue una niña que no podía mirar a los ojos, que empezó a cambiar y a obligarse a hacerlo cuando a los quince años una compañera le dijo que estaba harta de ella. Quería comer siempre lo mismo, “veía que no encajaba y que no era igual que los demás niños ni funcionaba igual”. Que tampoco sabía lo que le ocurría. Para entenderse mejor estudió Psicología y fue descubriendo los perfiles de conducta en los que encajaba. Para ayudar a que otros se entiendan prepara un doctorado en autismo y trastornos por déficit de atención e hiperactividad. Sólo está diagnosticada de modo fehaciente desde hace poco más de un año porque siempre supo desarrollar estrategias para disimular, algo relativamente habitual. En su infancia, un ataque de ansiedad era visto como una rabieta y ella, a veces, como “una niña caprichosa” a la que “no se contemplaba la posibilidad de llevar a un especialista”. Se sigue obligando a comunicarse mirando a los ojos.

El autismo es ese problema que durante mucho tiempo fue invisible para ella misma y que también permanece obstinadamente oculto a los ojos de los demás. Porque el autismo no se ve, protestan las familias y los afectados. A estas personas no las detecta el sistema sanitario, a estos alumnos los esquiva el educativo. Oihana Aramendi es la madre de Guillermo, de seis años, y su voz la de muchas familias que se sienten huérfanas. Una voz autorizada por su experiencia sanitaria, es farmacéutica y residente de cuarto año de medicina de familia y comunitaria. Ha superado con alivio la fase difícil del diagnóstico precoz, el de Guillermo por suerte en mucho menos tiempo que Sandra, pero aquí la salida de un laberinto abre la puerta de otro. En este punto clave del desarrollo cognitivo de su hijo la dificultad ha virado hacia la búsqueda para “saber qué herramientas te da la sociedad para generar una persona autónoma, feliz y con buena calidad de vida”. La respuesta adelanta que muy pocas, y que si poner nombre al problema cuesta –hasta el diagnóstico ella pasó por cinco pediatras–, una vez que se consigue empieza una lucha desigual “contra una sociedad que no está preparada para la diversidad en general y para el TEA en particular. Son una población invisible”.

Para que se le entienda, explicará que los niños con autismo tienen atención temprana hasta los tres años, pero que con la etapa escolar empieza a continuación una yincana en busca de atención para sus necesidades, que son muchas, muy específicas, muy descuidadas: “Precisan mucho apoyo logístico, mucha atención, mucho más que estar en una clase con unos pupitres y un profesor...”. Y no reciben casi nada. “Cuando alguien es inexistente para el sistema educativo y el sanitario y para la sociedad, no se pueden esperar políticas sanitarias, educativas o sociales, porque no figuras en ningún lado. Pero igual que no se entiende que haya barreras arquitectónicas que impidan el paso de una persona en silla de ruedas, las familias no comprendemos que se habiliten recursos a todos los niveles para que nuestros hijos tengan cubiertas sus necesidades...”. Está hablando de logopedia, de fisioterapia, de profesores de apoyo, de “tantas cosas que no se les están dando, que ha llegado el momento de decir basta”.

No quiere recordar el sufrimiento y la angustia del confinamiento, incluido el acoso de aquella espontánea “policía de balcón” cuando necesitó salir a la calle con su hijo, cuando por la estructuración de su cerebro, tutelada por las rutinas, y por su tipo de aprendizaje “diferente”, Guillermo no entendía que su mundo se hubiera venido abajo y no pudiera seguir haciendo lo mismo que hacía antes.

“Su terapia era ir a clase todos los días”. Cortar de repente esos hábitos fue horrible para el niño y a cambio “no hubo ayudas. Por la invisibilidad”, vuelve su madre, “porque como no existen, no se percibe esa necesidad... En el Reino Unido los centros de educación especial permanecieron abiertos”, pero aquí no hubo colegio ni se organizaron los campamentos de verano que también forman parte de su tratamiento. “Eso generó ansiedad, angustia, estrés, desregulación conductual, alteración del sueño... Y su padre y yo trabajando”.

Oihana cuenta con desesperación el peregrinaje por las consultas de los pediatras antes del diagnóstico, cuando el que le daban era para ella: “Que era una madre exagerada, primeriza...”. No lo entendían. “La estructura sanitaria no está preparada para ellos”. Los médicos, dice por experiencia y con conocimiento de causa, “tienen poca formación” sobre estos trastornos. Esta ocasión de reinvención pandémica, este “no va más” del coronavirus es el momento “de decir basta”, concluye. “Hay que organizar las cosas. Está todo escrito para que se hagan las cosas bien y se regule la atención sanitaria, la educación y el abordaje integral” de este trastorno. Es una cuestión de derecho a la atención sanitaria, “una deuda de la sociedad hacia este colectivo”, que “no puede mirar más hacia otro lado” e ignorar a un conjunto de personas que se hace cada vez más numeroso, subraya Carmen de la Rosa, y se siente desamparad. “Y no es sólo cuestión de dinero. Es algo más”. Necesitan voluntad para llevar a la práctica el plan de acción de la estrategia estatal, visibilidad, “un cambio estructural a nivel social”. Y no es de ahora. Este año Adansi cumple treinta.

Alejandro Fernández García tiene 27 años, un grado en Historia, un máster en Historia Antigua y Medieval y otro en Formación del Profesorado, prepara oposiciones para ser profesor de Secundaria y expone su experiencia de convivencia con el autismo y la sociedad con la clarividencia y la madurez de alguien que ha observado y se ha observado mucho. Admite, sin dramatismos, que el autismo pudo haber condicionado sus vínculos sociales y que “no tengo relación con casi ninguno de mis compañeros del instituto, pocas con las de la Universidad”. Confiesa que “me centré en lo que me interesaba, en adquirir conocimiento”, y que a lo mejor le asusta un poco la soledad en lo que le quede de aquí al “final”, pero también que esta de los lazos sociales es muchas veces una cuestión de perspectiva. O de “las expectativas que te generan externamente”, de las tuyas propias y de las de fuera “que tú acabas interiorizando”. Ha visto que abunda “una visión utilitaria de la gente”, un “estoy con esa gente por el beneficio que me genera, aunque no sea un rédito tangible sino más bien interno, o emocional”. Y puede que se invisibilice al autista, sí, “es posible”, “pero la sociedad no hace eso solamente con el autismo”. No es más que otra forma del rechazo que siempre ha generado el diferente. “Como no me gusta reconocer que existe esto, lo ignoro. Como si no existiera...”.

Un niño muy "suyo"

La etimología dice mucho del autismo. A partir de “autos”, que sería en griego algo así como “uno mismo”, resultaría sencillo imaginar a un niño “muy suyo”, acaso “excesivamente suyo”, apunta algún experto. Tanto que parece no necesitar a los demás. “Las personas con cerebro autista entienden el mundo de forma diferente”, matiza Cristina González Gijón, psicóloga de la asociación Adansi, pero eso no es fácil de detectar en edades muy tempranas y el primer indicio suele aparecer a los ojos de la familia con la adquisición del lenguaje.

Los niños con trastorno del espectro autista tienen “un patrón de mirada distinto, se interesan más por los objetos que por las personas, pero eso en un bebé es muy difícil de ver”. Por eso es importante el estudio que los psicólogos de la Asociación han desarrollado para diagnosticar el trastorno a través del análisis de la mirada de los bebés.

De otro modo, las alarmas no suelen saltar hasta que aparece el lenguaje. Cristina González Gijón, psicóloga de la asociación Adansi, trabaja para dar a los afectados “herramientas con las que puedan funcionar y entender el mundo que les rodea”. Desde bebés hasta personas adultas, reciben sesiones de logopedia, de habilidades sociales y programas de alimentación, apoyo psicológico u orientación laboral... Tienen casi ochocientos usuarios y lista de espera, más de sesenta trabajadores y una sensación de que sin más apoyo y comprensión en las instituciones y en las empresas –apunta Carmen de la Rosa, presidenta– “hay una enorme cantidad de talento que se está desperdiciando” entre otras razones “por no considerar este un problema de salud pública”.

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