Sor María: la entrañable semblanza de una monja clarisa (casi centenaria) escrita por su abadesa

La abadesa del monasterio de las Clarisas de Villaviciosa glosa en este artículo la figura de sor María Ana Valdés Díaz en el centenario de su nacimiento, recordándola, al igual que todas sus hermanas monjas, con inmenso cariño y agradecimiento

Sor Ana María Valdés, de cumpleaños.

Sor Ana María Valdés, de cumpleaños.

María Luisa Picado Amandi

El 10 de septiembre de 2024, por la tarde, el sol entraba por la ventana de la celda de sor María. En la estancia se respiraba paz y cariño en torno a su cama. El Señor nos la llevaba con Él, para seguir tocando su música más sublime. Tenía 99 años. Una larga vida dedicada a su servicio en muchos oficios y trabajos que ella desempeñó eficazmente, en todos los aspectos. Fue "ejemplo y espejo" para todas nosotras, de laboriosidad, constancia, servicio y muchas virtudes más que puso a disposición de todo el mundo que se relacionaba con ella. Brevemente, os ofrecemos una semblanza como testimonio de su vida y vocación en este monasterio donde se desarrolló su entrega a Jesucristo.

Te ofrezco un recorrido veloz, grosso modo, por su vida y vocación:

Era esbelta y elegante, inteligente, distinguida en el vestir y hermosa de rostro. De familia muy bien acomodada. Estaba estudiando en la Academia Mortera Comercio Mercantil, en su ciudad natal, Gijón, donde obtenía siempre las mejores calificaciones. El arte musical también suponía un factor importante en su vida, heredado de su padre, y formada por él en los conocimientos iniciales de solfeo y piano.

Además, pertenecía al equipo de baloncesto de su ciudad natal, en el que destacaba como una joven gacela. Intrépida y decidida, no se le ponía nada por delante. Su vida era pura actividad, al amparo de una familia que le proporcionaba todo lo que humanamente una muchacha pudiera apetecer: bienestar, equilibrio, amor, apoyo incondicional. Militante fervorosa de la Acción Católica, desplegaba un gran apostolado en el aspecto religioso... Los muchachos de la época... ¡¡se la rifaban!! Vivía en Ceares (Gijón), en una mansión señorial, rodeada de hermosa finca. Se llamaba María Luisa Valdés Díaz. Hacía el número siete, en un hogar de nueve hermanos. En su entorno íntimo era conocida simplemente como Mary.

Una anécdota peregrina vino a cambiar el rumbo de su vida. Un buen día se encuentra con un Padre jesuita, conocido suyo. Le dice después del primer saludo:

–He estado en Villaviciosa dando ejercicios a las Clarisas, y me han dicho, al despedirme, que si conozco a alguna muchacha que sea organista, que le diga que ellas la necesitan, que se vaya con ellas. Te lo transmito tal como me lo han pedido ¿Qué te parece la propuesta?

Mary se le queda mirando, sin saber qué decir. ¡Cosa rara en ella! Quedó muda de perplejidad. La petición ahí estaba, concreta, explícita, clara. Como una saeta ardiente que se le hubiera clavado en el corazón grabada a fuego. Es cierto, ella tenía, dentro de sí, la inquietud de entregarse a Dios, mas no sabía cómo ni cuándo, ni qué camino tomar... Ante todo, le costaba renunciar a tanta actividad desplegada a lo largo de su existencia. Dios la había dotado de muchas cualidades humanas, con las que podría hacer la travesía de la vida con éxito en cualquiera de los frentes por los que optara. Tenía delante un futuro espléndido. Era consciente de ello. ¿Cómo renunciar a todo ese mundo suyo, tan prometedor, tan polifacético? Ser monja ¿No sería dar un frenazo en seco, marcha atrás, retrocediendo inútilmente hacia un desierto inactivo y sin sentido?

Propuesta

Aquella petición de las Clarisas no la dejaba en paz. Era como el aguijón de Pablo. ¡Le sería muy duro dar coces contra él! Aquella propuesta tan directa necesitaba una respuesta, como en las buenas obras musicales contrapuntísticas: a grandes propuestas, hay que dar respuestas. Uno no puede quedarse indiferente.

Por aquellos días, una amiga la invitó a pasar unas cortas vacaciones en una casa que tenía su familia en un pueblo de Villaviciosa. Mary acepta, ilusionada con poder visitar a las monjas. Si es que todo se le iba abriendo, como en un inmenso abanico, en el cual se le iban marcando los pasos de la danza que debía realizar. Se decía para sí: ¡Es increíble! ¡Cuando Dios quiere una cosa...! ¡¡No hay quien la tuerza!!

Su primera impresión de la visita a las Clarisas fue positiva. A la vista estaba la austeridad y desnuda pobreza de aquellas hermanas, unido a una gran sencillez y limpieza. El escaso mobiliario reluciente, la mortecina luz que entraba por el ventanuco del locutorio, la sonrisa serena de las monjas que la recibieron... Todo le decía que aquí, en este rincón de Asturias, cerca de la Santina, las prioridades eran muy diferentes a las de la sociedad en la que se movía la inmensa mayoría de las personas. Nada arredraba el ánimo de Mary. Sólo temía una cosa: el frenazo que diera su vida ¿sería capaz de encajarlo? Ella, que llevaba el mundo por delante, con su buen hacer en tantas y tan variadas facetas ¿tendría fuerzas para guardar una reclusión semejante? No podría saberlo, a menos que se lanzara en el vacío como si se tirara desde un trampolín al agua. Habló de su llamada con la Madre Abadesa, que, naturalmente, fue quien la recibió. La conversación giró, además del tema vocacional, sobre una circunstancia que le impedía realizar, de inmediato, su ingreso en el monasterio. Recientemente, se le había presentado una enfermedad de tiroides que, posiblemente, requeriría una intervención quirúrgica. Los médicos tendrían la última palabra.

Aquella tarde, al regresar a la casita del campo de su amiga, a Mary se le antojó el paisaje más hermoso que nunca; el verde de las praderas cambiaba de color en cada terreno cercado que descubrían sus ojos. La humedad de la madre tierra le subía hasta ella como en una fragancia natural mezclada con el suave olor de los campos; sus ojos no se cansaban de contemplar los bosques de pinos y eucaliptos, adivinando entre la fronda la cristalina musiquilla de una fuente escondida que, deslizándose desde la montaña, lamía, risueña, la tierra, en dirección al valle.

En el devenir de su historia, María Luisa Valdés había encontrado un puerto donde arribar. La llamada se hacía cada día más apremiante, más clara y concreta. Por mucho que le costase renunciar al rol de vida que llevaba, tenía puesta su confianza en aquel que todo lo puede. De Él esperaba la fuerza para salir adelante en cualquier clase de pruebas que le pudieran sobrevenir. Los controles médicos se iban sucediendo a lo largo del tiempo. Al fin tuvo que pasar la experiencia del quirófano. Cuando Mary se encuentra totalmente restablecida ya habían pasado nada menos que ¡cuatro años!

Un tiempo en el que, día a día, se afianzaba en ella la idea, cada vez más madura, de entregarse a Dios en el monasterio de la Clarisas de Villaviciosa. Cuando lo comunicó a su familia no encontró ninguna oposición por parte de nadie. Todos asumieron y respetaron al máximo su decisión personal.

Ilusiones

Aquella mañana de cielo azul grisáceo del mes de noviembre de 1951, María Luisa, con la maleta cargada de decididas ilusiones, de esperanzas y deseos de entregar lo mejor de sí a Jesucristo y a la Comunidad, cogía el autobús de Alsa rumbo a Villaviciosa. Atrás iban quedando pueblos pintorescos de la costa, con sus jardines dormidos delante de las casitas que, a la orilla de la carretera, alegraban el paisaje astur. Así, semejante a aquel paisaje que iba quedando atrás, una etapa de su vida ya no volvería más. Ahora, había que pensar en la nueva etapa que se abría en su horizonte. En estos pensamientos iba entretenida cuando, de pronto, se encontró entrando en Villaviciosa. En la parada del Alsa la estaba esperando una señora, joven aún, que la saludó cariñosamente, presentándose como amiga de la Comunidad, llamada Covadonga Arroita. Fueron conversando cordialmente hasta llegar al monasterio, que no distaba mucho de la estación. Y ya, situada en su nueva vida, Mary volvió a coger las riendas del trabajo, del ayudar en todas partes, de resolver dificultades, de estar siempre donde hubiera algo que hacer. Al tomar el hábito se puso el nombre de María Ana, pero como ya había otra Ana en la casa, la llamaron sencillamente Sor María. Enseguida actuó de organista, sacristana, responsable del taller de costura, enfermera y —cómo no— contable de la Casa.

Y pasan los días, y los años vuelan, y no se detienen en ningún momento. Lo dice la Escritura Santa: "Los años del hombre duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza y ya no existe, su terreno no volverá a verla". Sor María llegó a la senectud, y aquí es cuando ella dio su do de pecho, con una mente lúcida hasta el final, y un carácter envidiable, sentada en su silla de ruedas la escuchábamos cantar las canciones de su juventud, y contarnos chistes de su variadísima colección, o rezando tranquilamente el rosario, como viendo una película de Julio Verne.

Era fantástica. De su etapa final fueron los momentos más grandiosos de su vida. Me atrevería decir que se presentó en el cielo cantando una zarzuela.

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