Opinión
La paz no es rentable
Que la paz no es rentable tiene una lógica es aplastante. Si no hay demanda de armas, el negocio no prospera, por tanto, los conflictos deben persistir. Esta es la razón por la cual aquellos que se benefician de la venta de armamento invierten en crear inestabilidad.
No hay negocio más criminal e inhumano que la guerra y, sin embargo, es la inversión más lucrativa que existe para las potencias mundiales. Más allá de las pérdidas en vidas y materiales, los conflictos bélicos son el motor económico y político que beneficia a muchas de las élites y a las corporaciones internacionales.
Fabricar una guerra es una empresa multimillonaria, no solo por el beneficio que reportará a la industria armamentística mientras dure, sino porque después viene la reconstrucción de los países devastados y esto implica pingues beneficios para los mismos países que participaron en el conflicto, que obtienen contratos multimillonarios para reconstruir infraestructuras destruidas, como carreteras, hospitales, escuelas y sistemas de agua etcétera.
Quizá el aspecto más visible del negocio de la guerra sea la venta de armas. Exportadores de armamento, como Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido, dominan el mercado global, abasteciendo tanto a aliados estratégicos como a facciones enfrentadas en diversas regiones.
Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, el comercio mundial de armas ha crecido de manera sostenida en las últimas décadas, con contratos que ascienden a miles de millones de dólares anuales.
Pero más allá del dinero generado por la venta de armas, detrás de la guerra están también el control geopolítico y el acceso a los recursos como petróleo, gas, minerales raros o incluso agua potable.
Las potencias mundiales tienen la desfachatez de intervenir directamente o a través de intermediarios en países ricos en recursos justificando sus actos criminales con argumentos como la defensa de la democracia, la intervención humanitaria o la lucha contra el terrorismo, como sucede en Medio Oriente, donde el petróleo ha sido el factor determinante en los conflictos que han asolado la región.
El impacto humano y social es abrumador. Millones de personas son desplazadas, ciudades enteras arrasadas, y muchas generaciones quedan marcadas por el trauma y la pobreza. Los países afectados tardan décadas en recuperarse, si es que lo logran, perpetuando ciclos de dependencia y subdesarrollo.
El negocio de la guerra plantea una pregunta ética fundamental: ¿es posible anteponer los intereses de la humanidad a las ganancias económicas y políticas? Organismos internacionales, movimientos pacifistas y ciertas iniciativas de control de armas buscan mitigar estos impactos, pero la realidad es que el complejo industrial-militar sigue siendo una fuerza poderosa y difícil de contrarrestar.
La fabricación de guerras no es solo una cuestión de estrategia política, sino un negocio altamente rentable para las potencias mundiales. Detrás de cada conflicto armado hay intereses económicos que superan las fronteras y afectan a millones de personas. Romper este ciclo implica un cambio profundo en la manera en que se abordan los conflictos y en las prioridades globales, algo que hasta ahora parece estar fuera del alcance de la comunidad internacional.
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