Opinión

Francisco, el Papa que se atrevió a ser humano

Desde el inicio de su pontificado, Jorge Mario Bergoglio dejó claro que no sería un Papa convencional. El primer latinoamericano en llegar al trono de Pedro, el primer jesuita en hacerlo, y el primero en adoptar el nombre de Francisco —en honor al santo de la pobreza y la paz— eligió no solo romper con las formas, sino también con las distancias.

Eligió la cercanía. Renunció a vivir en los aposentos papales para quedarse en la Casa Santa Marta, prefirió la sotana sencilla al boato, y cambió discursos acartonados por gestos profundamente humanos. Ha sido un Papa que incomodó para algunos dentro de la propia Iglesia, precisamente por aquello que lo volvió tan relevante para el mundo fuera de ella: su autenticidad.

Francisco ha sido una brújula moral en una época marcada por la polarización, la desigualdad y la crisis climática. Su voz, suave pero firme, habló por los emigrantes, los pobres, los pueblos indígenas, los descartados del sistema. Fue el primer Papa en llamar “la casa común” al planeta, en colocar el tema ambiental como una cuestión espiritual y ética, no solo política.

En lugar de condenar, buscó tender puentes. Su llamado constante a la misericordia y al diálogo interreligioso no fue una estrategia, sino una convicción. No reformó dogmas, pero sí el tono. No cambió doctrinas con decretos, pero sí empujó a la Iglesia hacia un rostro más pastoral, menos punitivo, más dispuesto a escuchar el dolor humano que a dictar sentencias desde lo alto.

Su partida es una pérdida para el mundo. En un escenario global cada vez más carente de referentes éticos universales, su ausencia representa la pérdida de una figura que supo unir sensibilidad social con profundidad espiritual. Francisco ha sido una de las pocas voces que, sin necesidad de poder militar o económico, logró influir en la conversación pública internacional con autoridad moral.

Su eventual partida no significa solo la pérdida de un líder religioso. Significa también la desaparición de un símbolo de coherencia en un mundo cada vez más desorientado. Porque Francisco mostró que el poder, incluso el eclesiástico, puede ejercerse con humildad. Que se puede hablar de Dios y, al mismo tiempo, mirar a los ojos al que sufre. Que el Evangelio no es un relicario, sino una acción viva.

Pero también nos deja un legado indeleble: el recuerdo de un pontífice que caminó entre la gente, que abrazó sin preguntar, que pidió perdón por los errores de la Iglesia, y que, sobre todo, nos enseñó que la verdadera grandeza está en lo simple.

Hoy el mundo pierde una figura irrepetible. Pero tal vez, al recordarlo, podamos mantener viva su manera de mirar: sin juzgar, sin miedo, con compasión.

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