Cuando ya creo estar vacío, cuando pienso que nada me queda por decir, cuando atisbo que nada siento de tanto como tengo alrededor, entonces desciendo a la memoria. Bajo por sus graderías, me pierdo por sus ramales, me adentro en su penumbra y acudo a la expectación: el tiempo no acontece en la memoria, todo persiste intacto en sus estancias y sus altos anaqueles. La memoria me eleva a la categoría de los muertos, me presta sus candiles y recorro sus túneles como un superviviente de esta muerte más lenta y limitada que es la vida, de esta continua hermandad de catástrofes y visibles miserias.

La memoria me salva del dolor y de la incertidumbre. Me agranda la edad, me acorta el egoísta síntoma de ser la víctima. Es mi consuelo en los días de derrota, en las noches interminables. A ella acudo siempre con los ojos cerrados y vislumbro la claridad y el equilibrio de sus inexistencias vernáculas. Aspiro bocanadas de su vacío y su silencio, renuevo mi decaimiento y mis fracasos. Revuelvo entre los percheros de los suicidios y comparo mi angustia con sus pesares suspendidos, con su decisión irrevocable, y me calmo. Escarbo en su superficie a falsa escuadra y hallo restos de historias frustradas, orígenes de naufragios, lágrimas y desgarros.

Los constituyentes de la memoria guardan para nosotros los misterios de la decrepitud y la sinrazón, los enigmas de las sobredosis y las obsesiones: el por qué de los relojes estancados en el instante más inoportuno, las llagas incurables de la carne, las desilusiones inconcebibles, los odios aferrados al óxido del corazón. Porque nada sabemos de qué ha sido de lo que ha sido, de sus depósitos infranqueables, de su quietud envidiable. Ignoramos cuánta distancia media entre nosotros y una fecha caduca, entre el ahora y el ayer, entre el después y la ceniza.

Todo es inmovilidad en la memoria, rutina menos engañosa y enfermiza que la mecánica agitación del mundo. Los difuntos que habitan nuestra memoria, desde sus rincones ausentes, desde sus sillas desocupadas, desde sus mecedoras impasibles, jamás nos desprenden idéntico estremecimiento, nunca se agarrotan ante la realidad y sus convulsiones; sacuden más nuestro pasado que nosotros espoleamos el insípido presente. Desde su fijeza nos desplazamos, con tanta libertad como melancolía, al humo de los nombres, a los vestigios de la eternidad y a los recurrentes panoramas de la infancia.

Todo es también felicidad en la memoria. Los resquemores se diluyen en el candor de los recuerdos hermosos, en el verdor de sus campiñas; emergen jardines de las hectáreas de los infortunios, flota luminosidad en las ideas punzantes, transcurren arroyos muy serenos allá por donde se dilataron los gritos y la desesperanza. Nadie avanza memoria arriba al rescate de sufrimiento y agresividad. Nadie se adormece sobre los respaldos de la memoria para generar veneno y maldad, para soñar abatida y perversamente. La memoria nos dulcifica la acidez de lo que es ruina; y es el único ámbito donde se nos permite acceder solos, perdurar solos, permanecer infinita y sinceramente más solos de lo que resistimos entre las multitudes. Solos, a solas, con nuestros espectros y el vano de nuestras ausencias.

Por todo ello, la memoria es un estado de armonía. No suele haber extraños ni entrometidos ni leyes valederas ni números dañinos ni cuerpos enemistados ni cuentas pendientes ni razones absurdas. Nuestra memoria selecciona, con franqueza y por amor, la materia adquirida, y lija las asperezas y baña con aromas auténticos y rasgos puros el contorno de cada esencia, la espesura de cada evocación, la antigüedad de cada imagen.

Es una propiedad privada e íntima, más que el pensamiento que en ocasiones aflora en nuestros ojos y nos delata, donde nos turban los reencuentros y las voces familiares y los perros dóciles; y nada perece definitivamente, nada pierde su identidad más que las facciones que se difuminan, los tactos que se confunden o los sentidos que no responden. Es una lástima que no podamos irnos con el parco equipaje de la memoria.