Amaya P. GIÓN

El paisaje se desnuda al compás del otoño. Las hojas salpican de marrón el parque de Ferrera, al que el fuerte temporal del pasado día 4 dañó como un puñal. Árboles centenarios, testigos mudos de la historia, se recuperan de las heridas. Ni la haya roja del jardín francés que mimaba la marquesa de Ferrera se libró del soplo atroz de la naturaleza y parece ahora tímida, con su copa despoblada. Como ella, muchos son los árboles avilesinos que a lo largo de los últimos cien años han cobijado bajo su sombra a vecinos y visitantes formando parte de una historia que es la suya propia.

La ubicación del haya roja del jardín francés condicionó la planificación del Ferrera una vez que pasó a titularidad pública, en 1976. Era la favorita de la marquesa y no quiso desprenderse de ella cuando el marquesado decidió ceder a los avilesinos los 80.000 metros cuadrados de zona verde que ahora constituyen la mayor zona de ocio y esparcimiento de los avilesinos. El aprecio de la marquesa hacia su haya obligó a modificar el trazado del gran parque avilesino, quedando el árbol dentro del jardín francés. Su savia es centenaria pero la favorita de la marquesa de Ferrera no se ha librado del ataque de un hongo (poliporal) que debilita su ramaje.

Los liriodendron del jardín francés y los pinos de la calle del Marqués son algunos de los muchos tesoros del Ferrera dada su antigüedad y robustez. Los avilesinos, en cambio, tienen especial predilección por uno de los carpe, el árbol caído al que han trepado generaciones y generaciones haciendo de su ramaje a ras de suelo su mejor escondite y lugar de juego. Su tronco discurre paralelo al suelo desde que un temporal a punto estuvo de arrancarlo de cuajo. La robustez de su madera y los aportes continuos de tierra a sus raíces lo mantienen anclado al parque.

Los avilesinos han convertido al Ferrera en uno de sus principales puntos de encuentro, dejando olvidado al que fue el primero de la ciudad y principal foco de la vida social a comienzos del siglo XX. El parque del Muelle emergió de las marismas. Sobre terreno ganado al mar se construyó un espacio arbolado con trazado romántico, salpicado de esculturas y tilos y presidido por el quiosco de la música. Los propios avilesinos depositaron allí tierra de sus propias huertas en las que se plantaron los árboles ahora centenarios.

La masa arbórea fue creciendo a la vez que lo hizo la propia ciudad y se sumaron a los espacios ajardinados municipales El Carbayedo, tras la rehabilitación de la antigua plaza del mercado, y los parques de los barrios. El de Llaranes fue el primer núcleo del extrarradio avilesino en contar con una zona verde. Ésta germinó a la sombra de Ensidesa, como el propio barrio obrero, y no fue hasta la llegada de los ayuntamientos democráticos cuando se habilitaron los parques de La Luz, El Pozón, La Magdalena, Versalles, Villalegre o La Carriona.

Árboles jóvenes, adultos y ancianos sobreviven al paso de los años y de los temporales aunque en pleno siglo XXI se encuentran sometidos a más enemigos que la propia fuerza de la naturaleza. Los botellones y los actos vandálicos constituyen hoy los principales embates a los que se enfrentan estos espacios de la naturaleza integrados en la trama urbana que miran al futuro mientras evocan con nostalgia el pasado avilesino.

El 29 de agosto de 1986 el doctor Severo Ochoa fijó su huella en la ciudad. Lo hizo en el parque del Carbayedo al plantar un roble. El próximo sábado, Margarita Salas, invitada por la Cofradía del Colesterol, descubrirá una placa monolito junto al árbol que plantó el Nobel de Medicina. En la imagen, un hombre, junto al roble de Severo Ochoa, en el Carbayedo.

El parque del Muelle, con 14.000 metros cuadrados de superficie, y el de Las Meanas, vinculado a la Exposición de 1920, competían en protagonismo en la primera mitad del pasado siglo. El primero, diseñado por el arquitecto Bausá, es todavía considerado hoy una joya en su género, y sirve de lugar de reposo a uno de los símbolos de la ciudad: la foca pétrea que simboliza el anuncio de la llegada de la fábrica de Ensidesa.

Cuando el parque del Muelle lucía todo su esplendor, el Ferrera sólo servía para el disfrute del marqués. Así permaneció hasta que los Reyes don Juan Carlos I y doña Sofía lo inauguraron el 19 de mayo de 1976, cuando dirigía los designios de Avilés el alcalde Fernando Suárez del Villar y Viña. Desde entonces muchos son los que a diario corren por sus calles, reposan a la sombra de sus árboles o toman el sol con su césped a modo de tumbona.

No todos los árboles con historia que salpican terreno avilesino son centenarios. Un joven roble resta protagonismo en El Carbayedo a sus vecinos ancianos. Es el carbayo próximo al antiguo abrevadero que el premio Nobel de Medicina Severo Ochoa plantó el 29 de agosto de 1986 y que próximamente estará señalizado por una placa realizada por alumnos de la Escuela Municipal de Cerámica por iniciativa de la Cofradía del Colesterol, que esta semana entrega sus premios.