No había ni amanecido. Era noche cerrada. Había dormido poco, entre nervios y dudas. Octubre y, sin saberlo, dejaba atrás mi casa. Recuerdo el rechinar de alguna puerta abierta y el viento fuerte y seco que chocaba en la cuadra. Y la débil bombilla que alumbraba en el pueblo, en un poste con restos de esquelas y proclamas. Recuerdo el desayuno como todos los días y las piñas que abrían en la hornilla. Y el vaho de la caldera con la tapa de bronce y la ropa tendida, de pared a pared, por encima del tiro y de la chapa. Recuerdo, sí, a menudo recuerdo, la cara de mi madre sonriendo a la par que aguantaba las lágrimas.

¿Cuántas vidas se viven en una sola vida? ¿Dónde estarán las sombras mientras somos infancia? ¿Cuándo pudimos ser todo lo que no fuimos? ¿Quién nos suelta a volar en la hora precisa? ¿Quién nos traza la ruta; quién nos corta las alas? Sonó el despertador y bramaba la mar y en la radio anunciaban gota fría y diluvios por el este de España. Pero a mí me dolía aquel lunes extraño en que cambiaba el mundo. Y el mundo era mi casa. El mundo eran aquellos pocos metros cuadrados, un pasillo pequeño con una zapatera, unos cuartos pintados con pintura de polvos y unas paredes hechas a falsa escuadra. Eran aquellas camas con crucifijo arriba y aquellos ventanucos que daban a la huerta, con visillos muy viejos y masilla escachada.

¿Cambiaríamos de rumbo para siempre, a sabiendas? ¿Adónde volveríamos si nos fuera posible desandar las andadas? No había amanecido. Asomaban estrellas. Había nubarrones. Salí a esperar la línea. Una bolsa de viaje, unos libros, las mudas, dinero en la cartera, recipientes con viandas. Clarea poco a poco. Era todo tan mío desde la ventanilla: el prado de la fiesta, los largos maizales, El Fornón, las escuelas, el perfil de la playa? Iba dejando atrás los prados de San Jorge, el alto de Bañugues, el horizonte amigo, su estela plateada. Atrás quedaba todo. En lo que me veía y lo que jamás vería con la misma mirada.

La ciudad y el futuro. Los estudios, los años. Las idas y venidas los fines de semana. Pero algo se perdía, instante a instante. Nunca me pareció lo mismo nada. Solamente mi padre y hermanos permanecen. Y un laurel muy longevo. Y si cierro los ojos, la mano de mi madre despidiéndome triste cuando el coche de línea arrancó y se alejaba.