A un lado del camino estaban nuestras casas. Y el camino llevaba a todas partes. A la mar, hasta el Faro, a Luanco, hasta Candás, a Viodo, al fin del mundo. Todas las direcciones al lado del camino: una extensión de tierra aún sin asfalto, con baches y bardales y un poste de la luz, para avisos y esquelas, que servía, asimismo, de parada. Todas las distracciones en una carretera que nos entretenía las horas del domingo, contando forasteros que iban y venían, observando los coches inmensos y modernos: Dodge Dar y «Seiscientos», Simca 1.000; diciéndoles adiós a excursiones de monjas y personas mayores, o mirando tan sólo a ver si alguien pasaba.

En medio de un camino que apenas transitaban más que la tarde lenta o las hojas de octubre o los gatos, sin prisa, colocábamos límites con botes o con piedras o con trozos de tiza pintábamos las rayas, e invertíamos tardes enteras jugando al escondite o a indios y vaqueros o a la gallina ciega o al potro o a la maza. Era un tiempo feliz, sin reloj ni pesares, en medio de un camino, donde tan pronto estábamos rescatando al contrario como lanzándole una pelota envenenada. Unos días tranquilos en los que amontonábamos las trencas en el suelo y nadie interrumpía nuestra expansión sencilla: una partida al gua, otra al roma, otra al pañuelo por detrás, otra a la queda, una competición de caracoles o un corro a la patata.

A un lado del camino recogíamos moras, descubríamos nidos, cazábamos insectos o nos entusiasmaban las grandes telarañas.

Allí, con casi nada, lo inventábamos todo: sobre cajas de fruta o con algún cartón, levantábamos tiendas y vendíamos colillas, cacharros, pimentón de ladrillo y teja machacados, herramientas ya viejas o verduras prestadas. Usábamos señales como diana certera de nuestros tirachinas, trazábamos «cascayos» con casillas y números, escribíamos nombres con cachos de escayola, nos tirábamos flechas a los jerséis de lana.

En medio del camino pasamos media vida. Hacíamos carreras, andábamos con zancos, montábamos en bici, corríamos tras el aro, gastábamos los sábados desde por la mañana. Comíamos la merienda, construíamos cocheras en montones de arena, subíamos a los muros en que no había cristales, buscábamos regatos, desviábamos el agua. Cruzábamos los tubos de las alcantarillas, trepábamos a higueras, amasábamos barro o perdíamos el tiempo pescando de mentira, con un hilo amarrado en cualquier caña. En medio del camino, entera nuestra infancia.